Educar para el bien común: Hacia una nueva generación de católicos comprometidos en la acción política

Conferencia pronunciada por el Dr. Rodrigo Guerra en el Encuentro de católicos con responsabilidades políticas del servicio de los pueblos latinoamericanos, en Bogotá, el 3 de diciembre de 2017. El Doctor Guerra se desempeña actualmente como Presidente del Centro de Investigación Social Avanzada, de México.

Rodrigo Guerra López
10/01/2018
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Introducción

Pensar en la posibilidad de una nueva generación de católicos comprometidos en la acción política es sumamente motivante. De inmediato la mente y el corazón se colocan apuntando hacia el futuro, hacia el horizonte que es preciso construir para tener esperanza. Imaginar un nuevo momento, un nuevo escenario, en el que muchos jóvenes canalizan su vocación y su energía hacia el compromiso solidario y la construcción de auténtico bien común, es una bocanada de aire fresco, es un sueño puro, que ennoblece el alma.

Si nos fijamos atentamente en esta micro-experiencia, un tanto ideal, un tanto añorante, de inmediato podemos descubrir que forma parte de la vocación universal a la paternidad, es decir, a esa singular dimensión antropológica que nos invita a tener hijos, a formar una descendencia que sea mejor que nosotros, a velar por el destino de otro que no soy yo, sino que es el fruto de mis entrañas espirituales. Imaginar una nueva generación de católicos comprometidos en política en América Latina, coincide también con el deseo de que los que vengan, no cometan los errores en los que nosotros hemos caído. Hay como una implícita toma de conciencia sobre la propia verdad, sobre la propia realidad frágil y miserable en la que muchos estamos inmersos y que desea, de algún modo, corregirse, soñando en que los más jóvenes puedan remontar la coyuntura problemática en la que en algunos países nos encontramos atorados.

Al llegar a este punto, de repente, puede surgir la pregunta: ¿qué hacer? ¿Qué plan diseñar para recuperar el rumbo? ¿Cómo formar personas para el bien común? Estas y otras preguntas similares, son cuestiones, principalmente, de índole educativa antes que “estratégica”. ¿Por qué me atrevo a hacer esta distinción? ¿Acaso para afrontar un desafío educativo no es preciso implementar una “estrategia”?

Si por “estrategia” entendemos el arte de proyectar operaciones militares en un escenario de guerra - sentido etimológico de la palabra -, o en una perspectiva más genérica, pensar y realizar un conjunto de acciones encaminadas al logro de un fin, fácilmente podemos toparnos con una cuestión-límite de manera inmediata: creer que cumpliendo con un conjunto de pasos llegaremos a la meta deseada, creer que el camino educativo que un católico necesita para redescubrir el protagonismo político, responde a una secuencia programada, a un “plan”. Es un poco la tentación de quien piensa que el desarrollo humano es un camino más o menos rectilíneo, más o menos programable, en el que los conocimientos, habilidades o competencias se van superponiendo unos a otros. Es la idea de que la perfección a la que estamos llamados se logra forjando el carácter a través del cumplimiento de un check-list. Y, es también un poco la tentación de quien piensa que el camino de maduración cristiana, puede construirse siguiendo un itinerario basado en la fuerza de voluntad, en la disciplina, en una cierta “ascética” que nos “santifique”.

Quienes nos hemos dedicado por varias décadas a la educación sabemos que las cosas no son tan lineales, tan programadas ni tan “efectivas”. Más aún, cuando la experiencia educativa ha estado acompañada de la formación espiritual, esta conciencia aumenta debido a que no es el ser humano el que construye su propia formación sino Dios mismo el que obra de manera distinta en cada alma, purificándola y corrigiéndola. Por eso, para responder cómo educar a una nueva generación de católicos comprometidos con la cosa pública, es preciso salir de los lugares comunes, de los clichés en materia de educación, de cristianismo y de política, y afrontar la cuestión con toda la seriedad que el caso amerita.

A continuación, trataremos de presentar algunas de las consideraciones que nos parecen más fundamentales en este tema, sin pretensiones - por supuesto - de exhaustividad.

1. Educar para el bien común en el contexto del cambio de época

Durante décadas, y tal vez siglos, todo ser humano al convertirse en padre, en legislador o en gobernante sintió de inmediato la capacidad de educar. Y esto no sólo era un sentimiento sino una realidad: la responsabilidades que llegan al estar al frente de una comunidad se traducían de inmediato en una suerte de vocación para dar lecciones al otro: al más joven, al subordinado, al ciudadano común que llega con una petición o con una consulta.

Lo más sorprendente de esto es que funcionaba. La sabiduría práctica acumulada tras diversas aventuras de gobierno, en distintos planos y niveles, se sintetizaba en frases y expresiones, en máximas y principios, que podían enunciarse y compartirse con cierta solemnidad. Los más jóvenes aprendían así, - mirando a quien detenta autoridad -, lecciones de vida, actitudes esenciales, formas de resolver problemas.

La transmisión de valores y creencias se daba por un cierto proceso osmótico. No había muchos planes que digamos. Había principalmente una experiencia compartida. Yo he vivido más que tú, te comparto mi vida, luego, tú aprendes. Los casos y situaciones de rebeldía y de inconformidad ante la autoridad más que refutar este proceso lo confirmaban de maneras diversas. Una muy recurrente es la que Augusto Del Noce denominaba “subordinación en la oposición” y que podría resumirse así: cuídate de lo que rechazas porque terminarás pareciéndote al enemigo que pretendías vencer.

En la actualidad esto no se ha extinguido del todo. Sin embargo, existen numerosos indicadores empíricos que nos dicen que el proceso de transmisión intergeneracional de valores y creencias en América Latina ha comenzado a deteriorarse al menos en los últimos veinticinco años. Para el caso que nos ocupa, - la formación de una nueva generación de católicos comprometidos en la política latinoamericana -, advertir esto es decisivo.

En efecto, a diferencia de otros momentos históricos en los que el paradigma cultural generalizado brindaba certezas a las personas y a los pueblos, aún en medio de profundas transformaciones estructurales y políticas, en el presente, es el mismo paradigma global, el que ha entrado en cuestión: “vivimos no sólo en una época de cambios, sino en un verdadero cambio de época que transforma los referentes tradicionales de la existencia individual y colectiva en mayor o menor medida. Estos cambios son amplios y profundos e involucran todas las dimensiones de la vida” [1].

No tenemos la suficiente distancia histórica para advertir todos los elementos que caracterizan este nuevo momento cultural. Algunos hablan de postmodernidad, de tardo-modernidad, de sociedad líquida o utilizan otras expresiones para mostrar que algo profundo está sucediendo. Sería largo aquí exponer nuestras hipótesis a este respecto [2]. Por el momento, nos limitamos a señalar que una educación pertinente para formar a las nuevas generaciones en el compromiso católico en la política, tiene que partir de una amplia consciencia respecto de la centralidad que ocupa el cambio de época.

No sólo los lenguajes y los símbolos se encuentran mutando. Es la mentalidad en su estructura profunda la que está experimentando una profunda transformación. Las causas de este fenómeno son multifactoriales: el uso intensivo de nuevas tecnologías, la globalización económica, el híper consumismo propio del capitalismo avanzado, los nuevos fenómenos migratorios y el quiebre de algunas de las premisas fundamentales que sostenían a la modernidad ilustrada. En América Latina, se suman los fenómenos propios de nuestra región: una identidad barroca subyacente que se reformula rápidamente, estructuras políticas exhaustas, democracias puramente formales, programas de reforma estructural que no logran resolver de manera sustantiva el subdesarrollo, la inequidad y la pobreza, aparición de nuevos populismos, nuevas formas híbridas de religiosidad de base irracionalista y un largo etcétera [3].

Educar para el bien común en este contexto no se resuelve con fórmulas convencionales. Durante la guerra fría, tanto derechas como izquierdas optaron por justificar sus llamados a la acción a partir del enemigo que buscaban vencer. Este tipo de argumentos que ofrecen resultados más o menos inmediatos, inoculan un virus difícil luego de extirpar. Generan una mentalidad pronta para la detección de errores en el otro y miope para percibir la positividad que gravita en toda búsqueda.

La guerra fría pasó con la consabida crisis de las ideologías y la exploración de hipótesis sobre la “nueva ola” que estaba por venir. Más pronto que tarde, quienes profetizaban el fin del trabajo [4], el fin de la historia, el fin de las ideologías, fueron desmentidos por la realidad. Y la realidad, hasta la fecha, se ha vuelto un difícil tema de comprensión y de análisis para quienes fuimos educados en el paradigma que basa todo en crear clasificaciones racionalistas de personas y de grupos, de relaciones y de encuentros, de amigos y enemigos.

Pongamos un ejemplo más o menos evidente: el fin del trabajo, tal y como lo conocíamos, a través del triunfo del capitalismo avanzado sobre el colectivismo marxista no sólo resultó un sueño delirante sino que la crisis de las economías de mercado existentes llegó y emergió la necesidad de repensar desde su raíz el modelo completo. Al final del día no sólo los socialismos realmente existentes fracasaron por su deficiente antropología. Son los capitalismos en plural los que también necesitan revisar sus premisas fundacionales. Las disfunciones de los modelos vigentes ya no pueden ser negadas. O como dice el Papa Francisco: “Cuando la sociedad - local, nacional o mundial - abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz” [5].

¿El Papa, entonces, estará cayendo en un juicio puramente negativo y condenatorio propio justamente de otras épocas? La respuesta a esta pregunta es negativa. Este mismo Papa, completa sus razonamientos ayudándonos a mirar en el potencial emancipador de los movimientos populares, de las nuevas preguntas, de las nuevas presencias juveniles y su ansia de construir un mundo nuevo y diferente:

El ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone el mundo actual. Muchos tratan de escapar de los demás hacia la privacidad cómoda o hacia el reducido círculo de los más íntimos, y renuncian al realismo de la dimensión social del Evangelio.

(...) El Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo [6].

Educar para el bien común en la actualidad, pues, exige la capacidad de repensar las cosas bajo una mirada renovada en la que la realidad emergente, diferente, disidente, fragmentada, femenina, cualitativa, intuitiva y ecológica más que ser un enemigo a vencer sea percibido como una positividad a descubrir. Para ello, es necesario recuperar algunos elementos olvidados del rico patrimonio de la educación cristiana.

Menciono uno, que por su fuerza pedagógica, es sumamente importante: en una época conflictuada como la edad media, en la que el islam amenazaba a la cristiandad por varios flancos, muchas mentes de aquel tiempo se vieron tentadas a rechazar todo lo que proviniera del enemigo religioso y político. De hecho, en las facultades de teología, fuertemente influenciadas por el pensamiento platónico y agustiniano se miraba con profunda sospecha y desconfianza la cosmovisión religiosa, política y filosófica que amparaba la expansión de los seguidores de Mahoma. Sin embargo, un miembro de una incipiente orden religiosa mendicante, logró conseguir las principales obras del filósofo más seguido en el mundo árabe. El fraile, no sin temor, introdujo los gruesos libros a su convento. y los abrió. Gracias a ese gesto, gracias a ese atrevimiento, un dominico hoy conocido como San Alberto Magno descubrió a Aristóteles para el mundo cristiano. Y educó a un jovencito inquieto en el estudio de estas obras: Santo Tomás de Aquino.

¿Cuál fue el criterio para que no se contaminaran ambos frailes con los numerosos y muy objetivos errores del Estagirita? Confiar en que el bien ilumina al mal, no viceversa. Más aún, entender que el bien y el mal no son realidades simétricas y opuestas como quieren los maniqueos sino que el mal es la privación del bien, es decir, es un bien deficiente. Esta convicción de fuerte impronta metafísica permitió que ambos examinaran muchas teorías con gran libertad y al mismo tiempo con gran discernimiento y claridad. Cuando primero se mira el error, la inteligencia se cierra y luego no ve nada. La oscuridad no ilumina.

Cuando metodológicamente se privilegia la verdad, el bien y la belleza, el error aparece con mucha más claridad en sus contornos precisos. Dicho de otra manera, Santo Tomás de Aquino es el maestro más grande del pensamiento cristiano. No porque sea la última palabra en filosofía o en teología. Sino porque enseña a pensar la realidad desde una simpatía elemental con toda indagación basada en la dimensión positiva de lo real.

De inmediato, quienes hemos nacido en el seno de la modernidad racionalista, seamos de derecha o de izquierda, al oír estas palabras sentimos un vértigo: “pero qué fácil es extraviarse si uno lee cosas inadecuadas”. Por supuesto, leer de todo y sin disciplina no asegura nada más que un extravío. Lo importante es tener claro el criterio metafísico que nos puede permitir juzgar y realizar un “discernimiento dinámico”: el ser es positividad que educa. La nada es vacío, es un pseudo-ser que confunde.

No quiero insinuar que todos los católicos comprometidos en la política tengan que pasar por un denso curso de metafísica, - que por otra parte no estaría nada mal -. Lo que deseo es mostrar que para comprender la realidad es preciso superar la actitud puramente defensiva, reaccionaria, contestataria. Desde la reacción sólo es posible crear un mundo reaccionario. Y lo que hoy esperan los jóvenes, no es precisamente eso. La reacción termina agotando, o lo que es peor, generando personalidades deformes que no ven el bien en el abrazo, en la acogida, en el perdón, porque sospechan de todo.

Si no superamos las actitudes “anti” sólo veremos enemigos. Y lo que más necesitan las nuevas generaciones es constatar que es posible tender puentes y aprender de todos. Sólo así es posible entender al Papa, por ejemplo, cuando afirma:

Ciertamente, era legítimo combatir el sistema totalitario, injusto, que se definía como socialista o comunista. Pero también es verdadero aquello que dice León XIII, que existen “semillas de verdad” también en el programa socialista. Es obvio que estas semillas no deben ser destruidas, no deben perderse [7].

Y el Papa al que me refiero no es Francisco. Es San Juan Pablo II.

2. Educar para el bien común: la cuestión del método

Cómo formar personas para el bien común es un asunto de educación más que de estrategia. Otra manera de decir esto es: para formar una nueva generación de católicos en la política tenemos que fijarnos primariamente en el sujeto del posible proceso: la persona humana real que demanda ser educada.

La persona humana no es un mero sujeto pasivo en el que recaen nuestros más o menos afortunados métodos educativos. La persona humana es una realidad que define y delimita los métodos. De la misma manera como en la constitución de las ciencias, los objetos definen el método y no viceversa, en la educación es preciso descubrir que la persona humana es método. Esto quiere decir, que su estructura, sus facultades, sus operaciones, poseen un conjunto de exigencias constitutivas que reclaman una aproximación particular, indican un camino que hay que seguir, muestran las pistas-clave del itinerario gradual que hará que la persona pueda desarrollarse de acuerdo a su vocación. Si yo no tomo en cuenta a la persona como método, buscaré el método en algún otro parámetro que en cualquier caso será una suerte de formulación a priori que se impone al hecho empírico del ser humano que tengo delante.

No pretendo con ello, descalificar los muchos y muy variados “métodos educativos”. Lo único que deseo señalar es que todos ellos adquieren valor en la medida en que responden a las exigencias más profundas de la condición humana. El “método-base” de todo otro método es la persona que indica el camino fundamental a seguir. El método-base es siempre volver a la persona [8] , el método es el encuentro empírico, real, cara a cara.

De este modo, una expresión recurrente como “la persona es sujeto de la educación” adquiere un renovado sentido. Normalmente esta idea significa simplemente que la persona ha de involucrarse activamente en su propio proceso educativo. Sin embargo, con lo dicho hasta aquí, podemos decir algo más: la persona necesita ser atendida y entendida como persona para que su camino de desarrollo se despierte y madure. Todo el amplio capítulo de la antropología aparece entonces en este momento. Sin pretender ingresar en él en toda su riqueza y complejidad, es relevante al menos advertir que por “persona” no nos referimos a un cierto “concepto” (universal y abstracto) sino que este término se acuño precisamente para indicar al singular concreto de naturaleza racional-relacional. Persona, entonces, siempre es un ser humano en particular, ésta María, éste Pedro, “esta carne y estos huesos”, aquí y ahora [9]. La palabra persona busca destacar el carácter único, irrepetible e insustituible de cada uno de nosotros. Por ello, no puede identificarse sin más con “hombre”, “ser-humano” o alguna definición de tipo universal como “animal racional” u “homo sapiens”. Ser-persona siempre es mucho más que pertenecer a una cierta especie. Ser persona es reconocer el valor inalienable que posee un ser no-instanciable. Ser persona es descubrir que existe un cierto tipo de ser que no es una cosa, sino que goza de una interioridad y de una relacionalidad irreductibles a las de cualquier otro ente no-personal [10].

¿Cuál es entonces el primer recurso pedagógico para educar para el bien común? Vivir la pasión por las personas, por sus exigencias, por su historia. Para educar una nueva generación de políticos, lo primero es educar “personas”, es decir, descubrir el camino individual e irrepetible que cada ser humano porta en su entraña. Este camino posee estructuras y dinamismos comunes a todo ser humano y, al mismo tiempo, se encuentra atravesado por el temperamento y peculiaridad de este rostro, de esta historia, de esta mirada.

El único modo de educar personas como personas, es decir, de tomar al otro como “método”, es amando. No se puede educar a nadie como persona, y como persona despierta y atenta hacia el bien común, si no es desde el afecto y el compromiso por el otro. Amar es cuidar del destino del otro, amar a las personas es amar su dignidad y su libertad, su conciencia y su historia. Por ello, sólo desde una amistad verdadera es posible educar en el sentido propio del término [11]. Esto “forma” a la persona en el sentido de que le da “configuración”, le da una cierta “estructura”, que la integra y le permite trascender. Así mismo, esto es lo que eventualmente dota de contenido existencial a la noción de “bien común” [12].

Si uno memoriza alguna célebre definición del bien común puede sacar la mejor calificación en un examen pero eso no asegura su comprensión, su interiorización, su adhesión existencial a él. La única manera de hacer que el “bien común” no sea un mero concepto a memorizar consiste en permitir que nuestro afecto se vuelva via cognitionis, camino de conocimiento. Es amando como uno comprende la realidad. No se conoce verdaderamente aquello que no se ama. El bien común es una dimensión constitutiva del bien que las personas requieren para su plena realización en tanto que sujetos relacionales. La escuela principal para luchar por el bien común, es, insisto, la pasión por las personas.

Por eso, la mera “capacitación política” no basta. Lo importante es que la persona descubra un afecto y un interés por su propia vocación y camino. En el seno de este afecto lo humano se renueva y encuentra a nivel existencial, los motivos para la esperanza.

Dicho de otra manera, entender a la persona como método implica la necesidad de una compañía de amigos que cuiden mutuamente su destino. Una compañía así, es más que complicidad de grupo o un mero “buen ambiente”. Es una verdadera comunidad en la que nunca nadie es dejado solo. Lo que necesita una persona para vivir una experiencia transformante de verdad es una comunidad que introduzca la mente y el corazón en un camino de crecimiento, es decir, en el camino de re-encuentro con certezas que den sentido a la vida y permitan entender más y mejor el mundo que nos rodea, y en particular a nuestro prójimo. Una amistad así, es la que en el momento de las pruebas, de las crisis, de la incomprensión o de la injusticia, no abandona a aquel que está caído sino que lo ayuda a levantarse para continuar caminando.

En resumen, extra communio personarum nulla politica, al margen de la experiencia real de una amistad cercana y comprometida, la política, en su acepción más esencial, se vuelve imposible y deviene en búsqueda insaciable de poder y vanidad.

3. Educar para el bien común: pertenecer al pueblo

En el año 2005, dentro del camino de preparación hacia la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, publicamos en el Observatorio del CELAM varios libros que fungieron como subsidio a temas específicos que nos fueron solicitados. Uno de ellos se intituló Católicos y políticos. Una identidad en tensión [13]. En el año 2006 apareció una edición argentina con un prólogo muy particular. El Arzobispo de Buenos Aires decidió escribir una reflexión, precediendo todo el libro, sobre la tensión bipolar entre la identidad católica y el compromiso político. Jorge Mario Bergoglio dice:

“La tensión señala siempre una bipolaridad que se determina a sí misma y debe resolverse, continuamente, no en una síntesis ni en la absorción de uno de los polos por el otro, sino en un plano superior en el que - de alguna manera - permanecen activas las virtualidades de las situaciones polares tensionadas. La expresión de esta realidad no la puede ofrecer un lenguaje lineal o descriptivo, ni tampoco la exacta definición funcional de áreas competentes: siempre quedaría algo más allá de la palabra o la función, algo que constituye, precisamente, la identidad de la tensión entre el católico y la política. Hay que recurrir al lenguaje de las antinomias, que en sí mismo, refleja la tensión de la identidad. (...) Con este género literario de antinomias podemos acercarnos mejor a la comprensión de esa identidad en tensión y somos capaces de percibir que la bipolaridad es rica porque ambas partes se fecundan mutuamente. No solo la pertenencia cristiana es levadura para la polis sino que ésta, en su concreción de pueblo, se involucra en la vivencia cristiana dando lugar al hecho de la inculturación. Y esto porque precisamente esta tensión se hace históricamente política en la evangelización de la cultura y en la inculturación de la fe.

Desde esta perspectiva se comprende más fácilmente cuánta importancia tiene en esta identidad en tensión tanto el hecho de la pertenencia eclesial como el de la pertenencia a un pueblo concreto con su historia y su cultura. Aquí, entonces, no cabe el fixismo categorial o la casuística o la ideología, se trata de un problema de pertenencia histórica y, si se quiere forzar el lenguaje, de “doble pertenencia” pero que deviene una sola: la del católico político con su identidad en tensión: pertenencia a un pueblo histórica y culturalmente concreto y pertenencia al pueblo fiel de Dios. La actividad política del católico se enraíza en esta realidad” [14].

En efecto, la perspectiva del Papa Francisco al afrontar la identidad de los católicos involucrados en política es la de su pertenencia empírica al pueblo que conforma su nación y al Pueblo de Dios que camina en la historia. Comencemos por el primero: todo católico político nace en un contexto, en una historia con significados predados. El despertar de la conciencia de todo hombre es el despertar a un afecto y a una tradición, a una cultura y a un lenguaje, a un conjunto de relaciones elementales y a una hipótesis del significado definitivo de la vida. En el abrazo de nuestra madre, comenzamos a advertir la densidad de la experiencia humana y sus múltiples proyecciones sociales.

Por eso, es que la condición real del hombre real es siempre su circunstancia. No nacemos en un vacío relacional, axiológico o semántico, no venimos a la vida en un recinto sin contenido sino que desde el primer contacto, se nos comparten valores, creencias y horizontes que lentamente nos educan. Sólo de manera posterior acontece el fenómeno del olvido, es decir, de las teorías que hablan del ser humano como si no tuviese historia, como si no fuera parte de un pueblo, como si su tradición hubiera que diluirla, negarla o ignorarla.

Por tradición no me refiero a cierto folklore o a dos o tres costumbres más o menos atractivas para los turistas. Tradición significa legado.

Tradición significa no recuerdo melancólico de un pasado mejor sino dinámica cultural viva que es preciso recrear en cada generación. Recibir el legado de quienes nos preceden y reinventarlo creativamente en un nuevo momento histórico es un proceso humanizante, educativo, que nos instala en la historia de nuestras naciones, nos permite sabernos herederos y nos descubre eventualmente nuestra propia responsabilidad [15]. De esta manera, los católicos comprometidos en la política primero que nada debemos “recordar” que hemos recibido una cierta propuesta educativa al nacer en un cierto pueblo.

Fácilmente podemos pensar que esta idea es muy débil al hablar sobre cómo educar para el bien común debido a que existen numerosas contradicciones y deficiencias en nuestras culturas particulares. Sin embargo, esto es reducir la dinámica de la tradición al momento de la recepción de algo ya confeccionado. Por el contrario, la tradición es siempre proyecto, es proceso hacia delante, cuando la razón examina lo recibido y lo criba críticamente para afirmarlo de una nueva manera a través de la libertad.

Es falso afirmar que la tradición es inmovilismo o sumisión irracional. Eso es una perversión de la dinámica sociológica que llamamos “tradición”. La tradición es otro nombre para designar a la “memoria”. La memoria, más que ser una capacidad para “recordar el pasado”, es la capacidad para “hacer presente”, es decir, para actualizar, para poner al día, para re proponer un legado con creatividad y fidelidad simultáneas, con innovación y discernimiento racional.

En el fondo, la tradición nos regala tres cosas:

• UNA IDENTIDAD PERSONAL Y COMUNITARIA: una pertenencia a una realidad más grande que yo mismo: un pueblo, una cultura, una historia.

• UNA HIPÓTESIS DE SIGNIFICADO PARA LA VIDA PERSONAL Y SOCIAL: un conjunto de certezas que es preciso verificar en su verdad contrastándolas con la realidad. La realidad educa. La realidad es dinámica pero posee una unidad de sentido que permite encontrar en medio de los cambios núcleos de verdad perenne que son como brújulas sobre todo en los momentos de desconcierto, de incertidumbre, de cambio epocal.

• UN PROYECTO: la tradición no es invitación a la “restauración” de un orden social perdido. La tradición es “resurgimiento”, es un volver a nacer, como decíamos más arriba, con identidad y simultáneamente con novedad [16].

Por estas razones, un tercer recurso pedagógico para educar católicos comprometidos en política es la inmersión profunda, fuerte, en la cultura y en la historia, en el pueblo real y en sus dramas. El pueblo real que es mayoritariamente pobre y excluido. El pueblo real que sufre a las élites oligárquicas que en muchas ocasiones lastiman su ethos a través de la política pública y la legislación. De inmediato se nota cuando un “político” es un mero advenedizo, un hombre improvisado, sin amor por la historia, por su cultura, por su pueblo. No sólo se exhibe en sus ignorancias a la primer declaración pública, sino que vacía de contenido sus grandes decisiones como gobernante o legislador. Sin la identidad que viene del pueblo, el arte de gobernar se reduce al arte de la retórica facilona y sin contenido.

4. Educar para el bien común: pertenecer al Pueblo de Dios

En cuarto lugar, es preciso comprender que para formar una nueva generación de políticos nacidos de la experiencia cristiana, un ingrediente imprescindible es ser “cristianos”.

Un cierto moralismo ha reducido muchas veces la idea de ser “cristiano” a un conjunto de valores o a un cierto ideal de decencia. Y esto no es así: Una persona sigue siendo cristiana mientras se esfuerce por prestar su adhesión central, mientras trate de pronunciar el sí fundamental de la confianza, aun cuando no sepa situar bien o resolver muchas particularidades.

Habrá momentos en la vida en que, en la múltiple oscuridad de la fe, tendremos que concentrarnos realmente en el simple sí: creo en ti, Jesús de Nazaret; confío en que en ti se ha mostrado el sentido divino por el cual puedo vivir mi vida seguro y tranquilo, paciente y animoso. Mientras esté presente este centro, el ser humano está en la fe, aunque muchos de los enunciados concretos de ésta le resulten oscuros y por el momento no practicables.

Porque la fe, en su núcleo, no es, digámoslo una vez mas, un sistema de conocimientos, sino una confianza. La fe cristiana es <encontrar un Tú que me sostiene y que, a pesar de la imperfección y del carácter intrínsecamente incompleto de todo encuentro humano, regala la promesa de un amor indestructible que no sólo aspira a la eternidad, sino que la otorga [17].

Este bello texto de Ratzinger debería estar a la entrada de todo grupo de católicos involucrados en la política. En muchas ocasiones, quienes hemos participado en la lucha partidista o en la gestión gubernamental, cometemos errores, caemos en tonterías y rápidamente nos descubrimos lejanos de la fe y de la Iglesia. Sin embargo, la verdadera Iglesia católica no es una secta de puros. No es una aristocracia de la virtud. No es un grupo selecto llamado a iluminar a este mundo traidor.

Lo que Jesucristo vino a proponer es precisamente la superación de toda concepción “cátara”, es decir, “puritana” de la comunión con Dios.

El misterio de la Encarnación consiste justamente en esto: todo lo humano, incluidas nuestras fragilidades, han sido acogidas y salvadas por Jesucristo. La evangelización comienza con el kerygma. Con el anuncio breve y gozoso de que Jesús ha resucitado y ha vencido mi pecado y mi muerte. El kerygma no es la ley natural o un tratado de virtudes humanas. El kerygma es Jesucristo vivo, su Persona, su abrazo empírico. Y desde este abrazo, el cristianismo se vuelve llamado a la conversión continua, al cambio de mentalidad.

Dicho de otro modo: los cristianos no estamos llamados a dar testimonio de nuestra coherencia y perfección moral. Y esto no significa que la coherencia sea banal, sino que los cristianos damos testimonio de que Alguien más grande que nuestra incoherencia nos ha perdonado. Esta es nuestra alegría y nuestro orgullo. No otra cosa:

No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva [18].

¿Por qué es preciso recordar esto? Para entender que el cristianismo no es primariamente una doctrina que defender sino una Presencia que anunciar. Para entender que la única manera de conocer el cristianismo y permanecer en él es sumergiéndose en la experiencia del nuevo Pueblo de Dios, del Pueblo que es pueblo no por un pacto social o una cierta tendencia natural de tipo gregario. Sino que se une y se reúne por que descubre en su “estar-juntos”, el Misterio de un Dios que perdona, que se hace historia, que se hace Pueblo.

Los cátaros de antes como los de ahora crean conventículos, grupitos, eclesiolas. Se cierran a los demás, en especial, a los que no son “como uno”. Este tipo de cristianismo, si logra proyección social o política, es muy peligroso. Es máximamente excluyente e intolerante.

En la Iglesia fundada por Jesucristo cabemos todos, en especial, los más pecadores y miserables. Cabemos todos: incluso los “políticos”. Cuando una experiencia eclesial no está abierta a recibir en su seno a quien tiene dudas, a quien se sabe frágil, a quien no está del todo arrepentido, no es la Iglesia de Jesucristo.

Descubrir la Iglesia como un “hospital de campaña”, como un lugar dónde hasta yo puedo descansar y existir, es descubrir que un Amor nos sostiene y nos precede.

Por eso, un elemento importantísimo para formar una nueva generación de católicos en la política es descubrir el kerygma: el mal y la muerte no tienen la última palabra en la historia ni en mi historia.

¿Qué es lo que educa en una experiencia cristiana de esta naturaleza? Hacer una opción voluntaria por la vida al estilo de Jesús. ¿Por qué es esto relevante para educar católicos comprometidos en política? Porque sólo así es posible entender que:

• LA COMUNIÓN, EL PERDÓN Y LA BÚSQUEDA DE UNIDAD SON MÉTODO PARA LA ACCIÓN POLÍTICA: es imposible comprender la Doctrina social de la Iglesia fuera del horizonte que brinda la caridad evangélica. La política, para un cristiano, ha de ser una alta forma de la caridad, como gusta recordar el Papa Francisco. Esto quiere decir, de preocupación por todos, en especial por los más pobres y olvidados. Este tipo de amor operante y efectivo adquiere perfil verdaderamente cristiano cuando surge de un amor anterior: del amor que viene de arriba, perdonándonos y sosteniéndonos a pesar de nuestras miserias. El amor como método para la acción política sólo puede surgir de la experiencia de haber si amados primero.

• LA OPCIÓN PREFERENCIAL POR LOS POBRES NO ES UNA CUESTIÓN OPCIONAL: el Verbo de Dios al encarnarse libremente escogió sumergirse en la experiencia de la pobreza. A partir de ese momento, el seguimiento de Jesús no puede ser más que seguimiento de Jesucristo pobre. Pobreza de espíritu significa disponibilidad, libertad e independencia respecto de la lógica mundana. Pobreza de espíritu significa dejarse educar por los pobres para que habiendo vivido como ellos, uno pueda servirlos. Un católico dedicado a la política que no haya pasado por el rigor de la necesidad de su pueblo o que no haya identificado que en el pobre, Cristo está presente como un sacramento, tenderá a asumir que la participación de los católicos en la política es una forma más de compromiso neo-burgués. La vivencia profunda de la opción preferencial por los pobres nos sumerge en un camino educativo que purifica la mirada y nos mantiene anclados en la realidad.

• EL CRISTIANISMO ES IRREDUCTIBLE A CUALQUIER IDEOLOGÍA: sólo a través del encuentro con Jesucristo vivo a través de la comunidad que llamamos “Iglesia” es posible descubrir que la experiencia cristiana no se puede reducir a un “conjunto de valores”, a un “proyecto político”, a un compromiso faccioso de “derecha” o de “izquierda”. Es así, - relativizando la política a aquello que es una realidad meta-política- , como la política adquiere su adecuado lugar y perfil. Jesucristo es una Persona viva que ofrece un criterio sapiencial para poder juzgar y decidir, para planear y para actuar. Es esta experiencia la que está a la base de la Doctrina social de la Iglesia. Cuando la Doctrina social de la Iglesia es asimilada como la conciencia teórica de un movimiento práctico, como el momento reflexivo de la Iglesia que da testimonio y actúa, es decir, cuando fundamentalmente se entiende como la eclosión social y hasta política de un encuentro personal y comunitario, se torna en verdadero factor educativo, camino de purificación y vía de corrección permanente.

5. Educar para el bien común en América Latina: el horizonte 2031

El último elemento que me parece puede ayudarnos de manera sustantiva para educar a una nueva generación de católicos latinoamericanos en el compromiso político es descubrir un proyecto grande por el que luchar. Cuando un joven descubre un horizonte de futuro, un horizonte promisorio, un gran ideal por el que trabajar, sus energías se movilizan y su capacidad de reorientar la vida, aparece.

Si este proyecto además nos instala precisamente en los cuatro elementos que hasta aquí hemos revisado, podría ser una suerte de nueva escuela para la formación laical y un factor de renovación eclesial y política para Latinoamérica. Dicho de otro modo, para dar un nuevo paso cualitativo en la historia de nuestra región necesitamos:

• Una nueva sensibilidad hacia el cambio de época.

• Reivindicar a la persona y a la cultura del encuentro como método educativo.

• Pertenecer a un pueblo, a una tradición, a una historia.

• Pertenecer al Pueblo de Dios, y desde ahí, aprender a vivir con opción por los pobres, la Doctrina social de la Iglesia.

Todos estos elementos se encuentran incoados al interior del momento fundacional de la gran nación latinoamericana. Todos estos elementos son como una dimensión constitutiva de aquello que permitió que los pueblos latinoamericanos nacieran como una realidad sociológica e históricamente nueva.

Es bien sabido cómo la fe católica se propagó en las tierras latinoamericanas en medio de acontecimientos novedosos y a veces dramáticos, y cómo la labor de los evangelizadores fue abriéndose paso entre graves dificultades, pero nunca sin el auxilio divino. La labor evangelizadora y el ingenio pedagógico de los misioneros estuvieron siempre acompañados por la acción de la gracia, a través de la presencia suave y vigorosa de María: “En nuestros pueblos, el Evangelio ha sido anunciado presentando a la Virgen María como su realización más alta” [19]. Múltiples devociones marianas han fecundado la labor de los evangelizadores a lo largo y ancho de América Latina. Sin embargo, fue el Acontecimiento Guadalupano, el encuentro y diálogo de Santa María con el indígena Juan Diego, el que obtuvo un eco más profundo en el alma del pueblo naciente, cualitativamente nuevo, fruto de la gracia que asume, purifica y plenifica el devenir de la historia. El lenguaje utilizado en el encuentro del Tepeyac, como vehículo de inculturación del Evangelio, constituyó un itinerario espiritual, al conjugar palabras y gestos, acción y contemplación, imágenes y símbolos. Todos estos elementos enriquecieron la capacidad de esta cultura sobre su experiencia de Dios, facilitando la aceptación de la experiencia cristiana.

Se actualizó así, desde el Tepeyac, esa novedad propia del Evangelio que reconcilia y crea la comunión, que dignifica a la mujer y al excluido, que convierte al macehual en hijo y a todos nos hace hermanos. Esta nueva fraternidad propició un crecimiento en humanidad, de manera que este germen, sembrado por Santa María de Guadalupe en el alma del pueblo creyente, se ha ido desarrollando poco a poco [20].

Las devociones marianas en América Latina son múltiples, sin embargo, todas abrevan del dinamismo despertado en 1531 por el descubrimiento del papel de María en nuestras vidas personas y comunitarias. Papel que sociológicamente nos reconcilió, que nos hizo hermanos latinoamericanos, generó pueblo, historia, tradición y propuesta de dignificación y liberación para quien más sufre y está oprimido. Más aún, el acontecimiento guadalupano no sólo es raíz de nuestro sustrato religioso más profundo sino aún de nuestra manera de generar una peculiar síntesis cultural que hoy nutre de manera pluriforme a todo el subcontinente y que da esperanza a muchos latinoamericanos que migran hacia el norte. Dicho en otras palabras, lo que sucede en 1531 es un acontecimiento fundante de nuestra identidad, una luz para descubrir nuestra dignidad y un proyecto de evangelización y liberación para toda la región.

No es este el lugar para explicar toda la riqueza y profundidad del mensaje de la imagen de la Virgen de Guadalupe y del diálogo con San Juan Diego. Sin embargo, si somos atentos, podemos advertir que del mismo modo como una persona descubre su vocación indagando en su identidad, los pueblos y las naciones, poseen así mismo una vocación providencial sembrada en su momento más originario e inicial.

Latinoamérica, desde este punto de vista, está llamada a ser signo y testimonio de que una sociedad nueva es posible. Una sociedad reconciliada y con nuevos puentes de interacción humana, religiosa, comercial y política. Soñar con un mundo así, es un horizonte que educa y despierta las energías del corazón. Soñar con esto no es una mera utopía generada desde el mundo de las ideas. Por el contrario, animar este sueño es hundir el afecto y la razón en un acontecimiento, en un kairós, que operó hasta con consecuencias sociológicas empíricamente detectables, y sigue operando de manera sutil pero real, en las verdaderas venas de una América Latina que requiere mayor unidad, mayor integración y descubrir de modo más consciente su papel geopolítico en el concierto de las naciones.

Para educar una nueva generación de católicos en la política, es menester reproponer la dimensión social y cultural del acontecimiento guadalupano, es decir, un gran proyecto que nos brinde espacio para repensar nuestra identidad y nuestro destino como naciones latinoamericanas. En 2031 celebraremos el V Centenario de este acontecimiento. Actualmente, tenemos la oportunidad para prepararnos a él. Y la preparación no puede ser meramente cultual sino que debe ser un camino evangelizador y educativo para que nuestra región no viva en el rezago sino que con imaginación y creatividad católico-política todos colaboremos a construir una nueva sociedad, una mayor unidad regional, una mayor comunión entre nuestras iglesias particulares.

6. A modo de conclusión: el bien común exige movimiento

Hacer política, rehabilitar la política, educar una nueva generación de católicos políticos, demanda un movimiento. Desde la imaginación de la fe podemos entender que no es un solo tipo de iniciativa o de acción la que permitirá generar bien común para un nuevo tipo de sociedad. Nuevas formas de participación política están emergiendo y están por emerger. En América Latina, es posible trabajar por un renovado protagonismo de los católicos en la política para que estas nuevas formas de participación sean nutridas por la fuerza del evangelio. El énfasis que Francisco ha colocado en la necesidad de que los fieles laicos redescubramos nuestra vocación política, que apreciemos los movimientos populares, que volvamos a pensar en la posibilidad de vivir conscientemente en una “Patria grande” y con opción por los pobres, tiene que ser un llamado providencial para nosotros en este contexto.

En la actualidad, el Papa Francisco parece estar empeñado precisamente en la construcción de un sueño así, tanto para América Latina como para el mundo [21]. El Papa Francisco sueña nuevamente en que se suscite “como un gran movimiento” [22], en el que se vuelva a inculturar el evangelio en el seno de la nueva cultura adveniente para que las sociedades se transformen y los fieles laicos nos reactivemos en nuestras responsabilidades públicas.

Estoy convencido que a un esfuerzo así vale la pena dedicar la vida.

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1. CONFERENCIA DEL EPISCOPADO MEXICANO, Carta Pastoral “Del encuentro con Jesucristo a la solidaridad con todos”, CEM, México 2000, n. 246.

2. Véase: A.A.V.V., ¿Cambio de época? El caminar de la Iglesia en el contexto actual, CELAM, Bogotá 2016; R. GUERRA LÓPEZ, “Cristianismo y cambio de época. Transformaciones educativas y culturales de la sociedad y de la Iglesia en América Latina”, en Actas del Congreso Internacional “De Puebla a Aparecida”, Instituto Luigi Sturzo-Instituto Italo-latinoamericano, Roma 2018 (en curso de publicación).

3. Cf. R. GUERRA LÓPEZ (COORD.), América Latina: sociedades en cambio, CELAM, Bogotá 2005.

4. Cf. J. RIFKIN, El fin del trabajo, Paidós, México 1996.

5. FRANCISCO, Evangelii gaudium, n. 59.

6. Ibidem, n. 88.

7. SAN JUAN PABLO II, Entrevista a Jan Gawronski, publicada en “La Stampa”, 2 de noviembre de 1993.

8. Cf. R. GUERRA LÓPEZ, Volver a la persona. El método filosófico de Karol Wojtyla, Caparrós, Madrid 2002.

9. Cf. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 29, a. 4, in c. También véase: Ibid, I, q. 30, a. 4, in c.

10. Cf. K. WOJTYLA, Persona y acción, Palabra, Madrid 2011.

11. Cf. L. GIUSSANI, Educar es un Riesgo, Ediciones Encuentro, Madrid 1991.

12. Cf. R. GUERRA LÓPEZ, “Bien común: la maduración de un concepto”, en en Bien común, Año XI, n 128, agosto 2005, p. 15-19.

13. C. AGUIAR RETES-R. GUERRA LÓPEZ (COORDS.), Católicos y políticos. Una identidad en tensión, CELAM, Bogotá 2005. Posteriormente se publicaría una edición mexicana, por parte de la CEM. En 2006 aparecería la edición argentina con prólogo del Card. Jorge Mario Bergoglio SJ, y en el año 2015, una nueva edición del CELAM, que es la que utilizamos en esta ocasión para las citas subsiguientes. El libro incluye estudios de Jean Meyer, Manuel Díaz Cid, Ricardo Antoncich SJ y Rodrigo Guerra.

14. J. M. BERGOGLIO SJ, “Presentación”, en C. AGUIAR RETES-R. GUERRA LÓPEZ (COORDS.), Católicos y políticos. Una identidad en tensión, CELAM, Bogotá 2015, p. 13-14.

15. Cf. J. PIEPER, Tradition, trans. E. Christian Kopff, ISI Books, Wilmington 2008.

16. Cf. A. METHOL FERRÉ, Il Risorgimento Cattolico Latinoamericano, CSEO- incontri, Bologna 1983.

17. J. RATZINGER, Fe y futuro, DDB, Bilbao 2008, p. 31-32.

18. BENEDICTO XVI, Deus Caritas est, n. 1.

19. IIICONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO, Puebla, 1979, n. 282.

20. Cf. P. ALARCÓN MÉNDEZ, El amor de Jesús vivo en la Virgen de Guadalupe, Palibrio, EUA 2013; F. GONZÁLEZ, Guadalupe: pulso y corazón de un pueblo, Encuentro, Madrid 2005.

21. Cf. PONTIFICIA COMISIÓN PARA AMÉRICA LATINA, El indispensable compromiso de los laicos en la vida pública de los países latinoamericanos, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2016.

22. Cf. R. GUERRA LÓPEZ, Como un gran movimiento. Aportes de la Doctrina social de la Iglesia contemporánea a los partidos demócrata- cristianos, Fundación Rafael Preciado Hernández, México 2006.