Algunos rasgos de la realidad latinoamericana

Conferencia pronunciada por el prof. Guzmán Carriquiry con ocasión de la conmemoración de los 25 años de la Fundación Pontificia Populorum Progressio: “Algunos rasgos de la realidad latinoamericana con especial referencia a campesinos e indígenas, a la luz del magisterio pontificio y del episcopado latinoamericano”

prof. Guzmán Carriquiry
11/01/2018
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Me siento muy honrado de haber sido invitado a esta Sesión de conmemoración de los 25 años de la Fundación Pontificia Populorum Progressio. Agradezco, pues, la amable invitación del Señor Cardenal Peter Turkson, Prefecto del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral y Presidente de la Fundación, así como de Mons. Segundo Tejada Muñoz, Sub-Secretario de este Dicasterio y miembro del Consejo de Administración de la Fundación. Sabemos que San Juan Pablo II erigió esta Fundación como gesto de amor solidario de la Iglesia hacia los más abandonados y necesitados de protección de América Latina, como son las poblaciones campesinas e indígenas, reasumiendo el Fondo Populorum Progressio creado por el Beato Pablo VI con ocasión de su visita apostólica a Colombia y la apertura de la II Conferencia General del Episcopado en Medellín, acontecimientos de gran significación de los que se celebrará su cincuentenario en 2018. Yo intentaré presentar algunos rasgos de la realidad de América Latina, con especial referencia a los campesinos e indígenas, a la luz del magisterio del papa Francisco y del episcopado latinoamericano.

Por una parte, me parece muy oportuno y conveniente que al celebrar este 25 aniversario se intente repensar y relanzar las actividades de la Fundación, respetando sus finalidades estatutarias, a la luz del Magisterio del actual pontificado y del episcopado latinoamericano, en especial del documento de conclusión de su V Conferencia en Aparecida. El hecho inédito de que el Santo Padre Francisco sea el primer sucesor de Pedro que proviene de América Latina, que haya sido presidente del Comité de redacción del documento de Aparecida y que el principal documento de su pontificado, la Exhortación apostólica “Evangelii Gaiudium” mantenga fuertes hilos conductores con aquel documento, todo ello invita de manera especial a considerar, a su luz, el compromiso eclesial por el desarrollo solidario e integral de los campesinos e indígenas en América Latina. Por otra parte, es necesario tener en cuenta la evolución y transformación de la situación latinoamericana en estos últimos 25 años para actualizar las miras de la Fundación y apuntar a los más serios problemas y desafíos claves que se presentan actualmente en el servicio de la Iglesia a los campesinos e indígenas.

Intentaré hacerlo bajo diversos cuadros generales, que están entre ellos compenetrados, pero que iré distinguiendo sólo por razones esquemáticas de presentación.

En primer lugar, retomo una expresión del papa Francisco en Colombia cuando identificaba América Latina como “mestiza”. Ya lo había señalado el Episcopado latinoamericano en Puebla: “América Latina constituye el espacio histórico donde se da el encuentro de tres universos culturales: el indígena, el blanco y el africano, enriquecidos después por diversas corrientes migratorias” (n. 307). Y cada uno de esos universos provienen de complejas estratificaciones civilizatorias, fusiones culturales y diversidad de culturas y niveles de desarrollo.  La novedad de su origen ha sido marcada por el más grandioso y dramático encuentro y choque entre los más diversos hombres y culturas, etnias y pueblos, como no ha habido otro igual en la era cristiana. El católico José Vasconcelos – ministro de Educación durante la revolución mexicana – escribirá siglos después , con exaltación poética, que todas las razas se habían dado cita en el Nuevo Mundo, llamado a generar la “raza síntesis”, la “raza cósmica”. Es muy rara la familia – escribían dos de los mejores observadores de las Indias en el siglo XVIII – donde falte la mezcla de sangres”. Nuestro barroco americano es la expresión cultural de esa mezcla. Es actualmente nuestro campesinado latinoamericano quien mejor expresa ese mestizaje. Incluso entre los 25 y 40 millones de indígenas que se cuentan hoy día en América Latina la casi totalidad son étnica y culturalmente mestizos, a excepción de los muy escasos, dispersos y apartados que viven sobre todo en las selvas amazónicas. El hecho de que casi todos los indígenas sean bilingües, en su propia lengua y en el español o portugués, es ya un claro signo de ello. A veces es difícil distinguirlos de los campesinos criollos. Se los considera indígenas, porque marginados, porque hablan una lengua indígena y porque conservan algunos hábitos y costumbres ancestrales sobre un sustrato cultural complejo. Sin embargo, se puede afirmar que la sangre indígena originaria recorre las venas de buena parte de la población latinoamericana. Y que hay que tener bien en cuenta todo lo que existe aún de singularidad y diversidad de las culturas indígenas para el enriquecimiento de la cultura del pueblo latinoamericano. Cuando el Papa Francisco subraya lo de América Latina mestiza, lo hace ciertamente para evitar visiones fragmentadas, tanto en lo social como en lo pastoral, para que la unidad se enriquezca con la diversidad.

No obstante ese mestizaje, en la sociedad colonial se usó el término “pigmentocracia” para definir la pirámide social, en donde los que ostentaban más definido color blanco de la piel, como presunta “limpieza de la sangre”, se encontraban a los más altos niveles en la pirámide, mientras que los que presentaban colores más oscuros quedaban a la base de esa pirámide. En grandísima medida, esa “pigmentocracia” tiene todavía su vigencia actual en América Latina.   

La conquista y la colonización impusieron la hispanización como forma dominante. Por eso, el Episcopado latinoamericano escribe en el documento de Aparecida que se trata de un mestizaje desigual y una  “unidad desgarrada porque atravesada por profundas dominaciones y contradicciones, todavía incapaz de incorporar en sí ‘todas las sangres’ y de superar la brecha de estridentes desigualdades y marginaciones” (n. 527). No en vano las áreas más atrasadas, más pobres, más explotadas y discriminadas, más necesitadas de justicia, desarrollo y liberación son las regiones de mayor densidad campesina y sobre todo indígena, en Mesoamérica y en la América andina. Los indígenas sufrieron la violencia y el trauma de la conquista, la explotación de su trabajo en las minas y encomiendas, pero incluso empeoraron mucho su condición en las nuevas Repúblicas, donde se procedió al asalto de sus tierras, a su desplazamiento forzado a las tierras áridas de alta montaña, a la selva tropical o al Sur helado, y respecto de los cuales hubo, en muchas partes, campañas de exterminio.

En segundo lugar, como otro cuadro general que tiene que ser considerado, parece importante destacar que hemos entrado actualmente en un “cambio de época”, como lo repite a menudo el papa Francisco. Ya San Juan Pablo II advertía los signos de ese “cambio de época” en su encíclica “Centessimus Annus”, pero no sólo se ha ido perfilando más en estos 25 años sino que contamos con una perspectiva que nos permite visualizarlo mejor. Yo quisiera, en particular, destacar uno de estos factores civilizatorios, que marca cada vez más las sociedades en nuestro siglo actual, en donde se concentran mayormente los impactos de los procesos de globalización. Se trata del fenómeno de la urbanización, camino a megalópolis, que se desarrolla en América Latina durante todo el siglo XX pero que en las últimas décadas ha adquirido una aceleración muy fuerte. De los 625 millones de habitantes en América Latina, un 75.3% son considerados de población urbana. Ello significa que se ha asistido y se sigue asistiendo a grandes fenómenos migratorios de las campañas a las ciudades, que viven procesos tumultuosos y desordenados de crecimiento acelerado.

Significa también que no sólo atraen desde las campañas “las luces de la ciudad”, sino que multitudes campesinas han sido expulsados de las tierras, entre las tenazas del acaparamiento de tierras por capitales latifundistas, por una parte, y, por otra, de minifundios improductivos de mera supervivencia. Los trabajadores del campo en grandes empresas son los que sufren generalmente condiciones de explotación y de negación de sus derechos, mientras que las muy pequeñas propiedades y producciones campesinas quedan, en general, sometidas a inicuos sistemas de comercialización. Incluso muchos campesinos han quedado privados de sus tierras. Los desplazamientos forzados de sus tierras ha sido especialmente multitudinario y dramático entre los campesinos colombianos amenazados y sometidos a violencias de todo tipo. Además, siguiendo este movimiento migratorio, grandes contingentes de indígenas son hoy de población urbana, ocupándose por lo general de las actividades más primitivas del terciario informal. Sobre todo a causa de las migraciones internas, las ciudades han ido creciendo en forma desequilibrada, incapaces de acoger a muchos millones de migrantes que han ido poblando las enormes “villas miserias”, “pueblos jóvenes”, “cantegriles”, “favelas” – que han quedado al margen de los servicios ciudadanos, hacinados en condiciones inhumanas de vida y convivencia. Informes recientes de la  Comisión Económica para América Latina (CEPAL) nos dice que el número absoluto de personas pobres sigue aumentando particularmente en las áreas urbanas de la región, en donde la pobreza de la región se convirtió en un problema urbano: en 1970 el 37 por ciento de los pobres eran residentes urbanos; hacia fines de los años ochenta esa proporción se había elevado al 57 por ciento y al inicio del siglo XXI llegó al 62 por ciento.

Si en la década de las “vacas gordas”, desde los primeros años del siglo XXI, gracias a los altos precios de las materias primas y de los recursos minerales y energéticos, así como de la expansión de comercio e inversiones de China con los países latinoamericanos – 30 o 40 millones de latinoamericanos superaron el umbral de la pobreza y lograron acceder a los servicios ciudadanos de educación, salud pública y trabajo, en los últimos años la pobreza tiende a incrementarse. Los que están sumidos en la pobreza en América Latina son actualmente 168 millones de personas, de los cuales 70 están en la indigencia. La tasa de la pobreza está en torno al 30% de la población latinoamericana y la de la indigencia llega al 12.5%. Creo que tendríamos razón en afirmar que los campesinos e indígenas siguen siendo los sectores que más sufren la pobreza, e incluso la indigencia, en América Latina. De los más de 10 millones de niños sometidos en América Latina al trabajo infantil, el 70% se concentra en entornos rurales.

Los rostros de los campesinos y los indígenas interpelan la caridad y solidaridad de los cristianos, de las comunidades cristianas, de la Iglesia entera. Por eso, la Iglesia invita a todos los católicos, a todos los latinoamericanos y especialmente a quienes son responsables de la casa común a tener bien presentes y cercanos los rostros de los pobres. Aparecida nos habla de esos rostros (nn. 407-430) y el papa Francisco nos los hace aún más cercanos e interpelantes en su incansable y coherente proximidad caritativa, solidaria y misericordiosa. Y como lo ha desarrollado en forma notable en la “Evangelii Gaudium”, retomando también las orientaciones de Aparecida, el papa Francisco, en su capítulo sobre la “dimensión social de la evangelización” y, en especial, refiriéndose a la “inclusión social de los pobres”, subraya que “para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica” (n. 198). Es que Cristo “se hizo pobre” (2, Cor. 8, 9) y se identificó con los pobres (Mt. 25, 35 ss.). Es una opción que tiene su núcleo cristológico, evangélico, que recorre toda la tradición de la Iglesia y de la que el papa Francisco nos da muy coherente testimonio cotidiano. Por eso, la Fundación “Populorum Progressio” no puede sino sentirse confirmada y alentada a proseguir prestando sus servicios a los más pobres, que son los campesinos e indígenas en América Latina.

Resuenan aún con mucha fuerza las palabras del Beato Pablo VI a los campesinos colombianos, que estuvieron como en la génesis del Fondo “Populorum Progressio”, 50 años ha: “…conocemos las condiciones de vuestra existencia: condiciones de miseria para muchos de vosotros, a veces inferiores a la exigencia normal de la vida humana (…) oímos el grito que sube de vuestro sufrimiento…Seguiremos defendiendo vuestra causa. Continuaremos alentando las iniciativas y los programas de las autoridades responsables, de las entidades internacionales y de los países prósperos, en favor de las poblaciones en vías de desarrollo. Nosotros mismos trataremos, en los límites de nuestras posibilidades económicas, de dar ejemplo”. Queremos “ser solidarios con vuestra causa – decía en su homilía del 23 de agosto de 1968 el Beato Pablo VI -, que es la causa del pueblo humilde, la de la gente pobre”. En Oaxaca, en su primer viaje apostólico a México, así se dirigía San Juan Pablo II a los campesinos e indígenas: “El mundo deprimido del campo, el trabajador que con su sudor riega también su desconsuelo, no puede esperar más a que se reconozca plena y eficazmente su dignidad no inferior a la cualquier otro sector social. Tiene derecho a que se le respete, a que no se le prive – con maniobras que a veces equivalen a verdaderos despojos – de lo poco que tiene (…). Tiene derecho a que se le quiten las barreras de explotación, hechas frecuentemente de egoísmos intolerables (…)”. Y cuántas muy fuertes palabras podrían aún ser citadas  recordando los numeroso encuentros de San Juan Pablo II con campesinos e indígenas de los diversos países latinoamericanos visitados. 40 años después de aquel urgido llamado de Pablo VI, el Episcopado latinoamericano en Aparecida levantaba su clamor profético señalando que “hoy, los pueblos indígenas (…) están amenazados en su existencia física, cultural y espiritual; en sus modos de vida; en sus identidades; en su diversidad; en sus territorios y proyectos” (n. 90).  

Esta dramática situación resulta todavía más escandalosa si se tiene en cuenta que el continente del mayor número de católicos es el que alberga las más profundas y estridentes desigualdades sociales. Un informe del Banco Mundial de 2003 sobre la desigualdad social de la región señalaba que el estrato más rico de la población disponía del 48% del ingreso total, mientras que el estrato más pobre sólo recibía el 1,6%. Enormes fortunas concentran la riqueza, mientras que campesinos e indígenas luchan por la supervivencia, en condiciones de pobreza e incluso de indigencia. El Papa Francisco marca a fuego la idolatría del dinero y la “dictadura de la economía sin rostro y sin un objetivo verdaderamente humano” (E.G. n. 55) como la causa última de la tremenda falta de equidad, en una pirámide social que ve el acumularse de riquezas inmensas en su cúspide y en su base a multitudes de excluidos, sobrantes y descartados. El papa Francisco expresa con frecuencia un tajante “no a una economía de la exclusión y de la inequidad” (E.G. n. 53). Éste es un problema capital de justicia, de modelo de desarrollo. Es también un pecado que clama al cielo. Por eso, el papa Francisco ha movilizado a todas las comunidades cristianas en América Latina en sus obras de misericordia. Sin embargo, ello no basta. Se requiere una “caridad política”, o sea,  la modalidad de ir al encuentro de los más pobres con políticas eficaces y preferenciales que respeten y promuevan su dignidad, que respondan a sus necesidades básicas y que se planteen al menos como objetivo fundamental la eliminación de las causas y situaciones de pobreza extrema. Ésta es la clave principal, según el magisterio del papa Francisco, para juzgar a toda política. “Queremos llamar la atención de los gobiernos locales y naciones – se lee en el documento episcopal de Aparecida – para que diseñen políticas que favorezcan la atención de estos seres humanos, al igual que atiendan las causas que producen este flagelo que afecta a millones de personas en toda nuestra América Latina y el Caribe” (n. 408).

Un tercer cuadro general puede ser referido a la irrupción de movimientos campesinos y, sobre todo, indígenas, en la escena pública de la vida de las naciones. Desde la conmemoración del “quinto centenario” del descubrimiento de América, se percibe una creciente movilización de comunidades campesinas y movimientos indígenas en la reivindicación de sus propios derechos, irrumpiendo también como protagonismo político. Estas comunidades han dejado atrás cierto inmovilismo secular, como petrificado, y una marginalidad anónima – aunque con fuertes episodios históricos de sublevación, como la rebelión de Tupac Amarú y sobre todo las masivas movilizaciones mexicanas, primero detrás del liderazgo de los curas Hidalgo y Morelos y más tarde con la revolución mexicana de 1910 - para ir ocupando la escena en el acontecer de distintos países latinoamericanos. Los años de notoriedad del Ejército Zapatista en Chiapas, las vicisitudes políticas de Bolivia y Ecuador, las denuncias y reivindicaciones de los pueblos indígenas de la Amazonia, los levantamientos de los mapuches en Chile son claros ejemplos de ello. Es claro que la movilización de los indígenas lleva consigo una carga secular de opresiones y humillaciones sufridas y un espiral de reivindicaciones, a veces muy radicalizadas. Este indigenismo actual ha sido, además, azuzado  por intelectuales “ideólogos”, sostenido por algunas fuerzas políticas y por algunas ONG, sobre todo de origen europeo y norteamericanos.

Intensos debates se dan actualmente en muchos países latinoamericanos respecto a la cuestión indígena. En Guatemala y Bolivia existen decenas de etnias diferentes. Países como Ecuador, Bolivia y Guatemala se reconocen de carácter plurinacional y pluricultural. No es, por cierto, un apostar por la fragmentación del Estado o poner fin a su unidad. Se trata mas bien de reconocer la diversidad y la diferencia para facilitar la integración de los indígenas en la vida ciudadana, aportando sus riquezas culturales y afrontando sus necesidades, promoviendo su protagonismo público. Esto significa, que el problema indígena no es sólo problema de los indios, que sólo deba ser tratado por instituciones indígenas.  La cuestión indígena interpela e involucra a todas las fuerzas vivas de la sociedad y a las instituciones públicas del Estado, comprometidas a resolverla con justicia, siempre en diálogo con los mismos indígenas. Y esto, sin infantilizarlos ni victimizarlos, desde una posición paternalista.

La dramática cuestión indígena es cuestión nacional, de tierras y culturas en una  patria común, sin exclusiones. Por una parte, son caminos de  muerte su  asimilación forzada por los “bulldozers” de una  modernización que los condena a una proletarización miserable, desculturalizados, anónimos, o las continuas acechanzas y violencias que sufren por parte de la codicia de pobladores, grandes hacendados y empresas nacionales y multinacionales. Por otra parte, no sirven las meras  “reservas” indígenas, a la larga destinadas a sucumbir. Toda apología encubierta o ingenua del “neolítico” es también camino de muerte, exaltando un presunto eco-ambiente armónico de vida de tribus indígenas, cuya pobreza se considera como parte del folklore y de hermosos paisajes. Si no disponen  de elementos para dialogar con el tremendo poder de la cultura y el trabajo modernos, si se repliegan en los valores “míticos” de sus antepasados, si no hablan más que las lenguas aborígenes, quedan condenados a ser esclavos de nuevos señores o a desangrarse en total desamparo. Se enfrentarían así, sin recursos, al asalto de la modernidad, de sus modos tecnológicos y  productivos, de sus medios de comunicación de masas. Se necesitan, pues, políticas realistas y audaces de valorización de  lo mejor de su patrimonio cultural con todas las transformaciones que proceden de la  alfabetización y escolarización, el progreso en la gestión laboral y económica, las migraciones hacia la ciudad y la vida urbana, así como la incorporación digna en la vida nacional. En estas políticas es también indispensable la precisa demarcación de tierras de las comunidades indígenas (por títulos tradicionales y de acuerdo a las necesidades correspondientes a su volumen demográfico y al eco-ambiente para su convivencia), lo que no significa una pretensión de autonomías territoriales desproporcionadas y soberanas dentro de los Estados. Esa pretensión llevaría a una fragmentación impotente y subdesarrollante para una América Latina que, en cambio, se juega su protagonismo y destino en los procesos de integración hacia la realidad una y plural de “Patria Grande” latinoamericana. La especificidad y dramaticidad de la cuestión indígena no se afronta ni se resuelve separándola del destino de los países en que se plantea, sino incorporándola en un proceso de integración digna, equitativa y activa a la vida de la ciudadanía, solidaria con muchos otros sectores populares en pos de un ideal de vida nueva y buena para todos. Juan Pablo II  supo sintetizar en una frase que  vale no sólo para México: “México tiene necesidad de sus indígenas y los indígenas tienen necesidad de   México”. Por eso, también, el papa Francisco ha querido invitar a movimientos campesinos e indígenas con muchos otros movimientos populares en los Encuentros de movimientos populares que él mismo ha promovido.

Otro cuadro general que es importante tener en cuenta se refiere  a la problemática particularmente delicada y crucial de la realidad  eco-ambiental en la vida campesina y de las comunidades indígenas. Su apego a la tierra, incluso su veneración a la Madre Tierra en la tradición indígena, la importancia de la tierra y del ambiente en las condiciones de su trabajo y convivencia, los convierte en protagonistas en el cuidado de la casa común (cfr. Aparecida, n. 472). ¿Cómo no reconocer que han abundando, por doquier, en toda nuestra historia así como en nuestra actualidad testimonios destructivos del ambiente natural y humano que los afectan dramáticamente? Las idolatrías del poder y del dinero, la explotación descontrolada de compañías multinacionales, la avidez de maximización de las ganancias, el mito de la auto-regulación del mercado, la complicidad de una política corrupta, entre otros factores, han ido dejando arrasadas muchas tierras latinoamericanas, desforestadas, contaminadas e incluso desérticas, atentando así contra la vida de comunidades campesinas e indígenas. Las grandes explotaciones mineras y la minería informal de los buscadores de oro y plata tienen, desde nuestros orígenes, grave responsabilidad en esta materia.  No puede extrañar, pues, que campesinos e indígenas se encuentren hoy días en primera fila entre quienes presentan fuertes resistencias contra las grandes obras de infra-estructura, minerarias o de explotación extensiva e intensiva de la tierra, que podrían atentar contra su hábitat y su vida misma.  Cierto es que hay que evitar al respecto posiciones puramente ideológicas que rechazan de plano, en forma apriorística, todas las obras de infraestructura, las empresas extractivas y las explotaciones agrícolas modernas.

América Latina necesita del petróleo, del gas, del hierro, del cobre, del litio, de la madera, de sus aguas, de sus alimentos y de tantos otros recursos que la Providencia de Dios ha puesto en sus generosas tierras para un desarrollo sustentable y ordenado que apunte a la destinación común de los bienes. Necesita también de obras de infraestructuras que faciliten ese desarrollo, la intercomunicación de sus pueblos y alarguen los horizontes de una fraternidad operativa. No es buena receta la de un ecologismo radical, neo-malthusiano que, so pretexto de defensa de comunidades indígenas muy reducidas en territorios inmensos, tiende a contraponer la protección del ambiente con el necesario desarrollo industrial, científico y tecnológico para el bien común de las naciones y de la América Latina entera. Lo indispensable es que, por una parte, se determinen con claridad y precisión, en la legislación de las naciones y en el comportamiento rigurosamente honesto de las administraciones públicas, los parámetros internacionales de cuidado ambiental y humano para toda empresa de explotación de recursos naturales y de infraestructuras físicas y de energía. Hay que saber distinguir entre empresas responsables y empresas meramente saqueadoras y destructivas. Por otra parte, no puede faltar la consulta y el diálogo con las poblaciones más directamente interesadas y eventualmente afectadas, incluso su “derecho al consentimiento previo e informado” – ha señalado el papa Francisco el 20 de noviembre de 2017– debe prevalecer” (…) “cuando se trata de estructurar unas actividades económicas que pueden interferir con las culturas indígenas y su relación ancestral con la tierra”. En casos excepcionales, cuando fuera estrictamente necesario su desplazamiento, habría que asegurar, con todas las garantías necesarias y oportunas, condiciones de recolocación territorial y reasentamientos de comunidades con todos los servicios que mejoren incluso sus condiciones de vida. Es el mismo papa Francisco quien, encontrándose con representantes del III Foro de los pueblos indígenas convocados por el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola, el 20 de noviembre de 2017, señaló “que el problema principal está en cómo conciliar el derecho al desarrollo incluyendo también el derecho de tipo social y cultural, con la protección de las características propias de los indígenas y sus territorios”.

Se necesita al respecto un renovado diálogo nacional y latinoamericano para plantearse la necesidad de una política estratégica de alto vuelo y una conversión cultural para custodiar todas las riquezas y bellezas confiadas a nuestros pueblos para el bien común de todos. La Red Eclesial Panamazónica, plataforma que reagrupa muy diversas instancias eclesiales, tiene precisamente tales objetivos. El tema será candente en la próxima asamblea sinodal pan-amazónica anunciada por el papa Francisco para octubre de 2019.

Un quinto cuadro general de referencia es el que sabe distinguir el necesario acompañamiento de los indígenas en la defensa de sus derechos de un pernicioso “indigenismo”, ideología de intelectuales que pretenden disociar y contraponer las raíces indígenas, hispánicas y católicas, que repropone la “leyenda negra” ahora no contra España sino contra la Iglesia católica y su evangelización, que se nutre del mito del “buen salvaje” y pretende resucitar artificialmente las religiones paganas naturalistas, promoviendo brujos y chamanes.

La verdad es que en la epopeya de la primera evangelización americana fueron multitud  los misioneros que se convirtieron en defensores de la dignidad humana y la libertad de los indígenas. Más aún, consideraron desde el comienzo a los nativos del “Nuevo Mundo” como criaturas de Dios, llamadas a recibir el bautismo, regenerados por la gracia pascual como hijos de Dios. Cierto es que no faltaron reyes (ante todo, la Reina Isabel) ni emperadores (como Carlos V y Felipe II) ni funcionarios de la corona, que también defendieron a los indios. Sin embargo, la violencia de la conquista y acción de los colonizadores provocaron una situación de opresión de los indios, que muchos misioneros no se cansaron de denunciar y combatir. ¡Cómo no reconocer que hubo también misioneros que se comportaron peor que los peores colonizadores! Sin embargo, la primera predicación que se conoce en tierras del “Nuevo Mundo” fue la de fraile dominico, Antonio de Montesinos, hace 500 años, que, con clamor profético, exigía justicia en el tratamiento de los nativos, como componente esencial del Evangelio confesado. Los Obispos americanos firmaban con el título: “Protectores de los indios”.

Es notoria la obra incansable de denuncia de Fray Bartolomé de las Casas sobre “La destrucción de las Indias”. Fue tal el amor a los indios y la urgencia por comunicarles el Evangelio que muchísimos misioneros se convirtieron en políglotas, aprendiendo diversas lenguas indígenas, y publicando autos-sacramentales, leccionarios, devocionarios, vida de santos y sobre todo catecismos en lenguas indígenas. Lo que se conserva de las lenguas indígenas es obra de dichos misioneros. Hubo innumerables obras de la Iglesia, como escuelas y hospitales, que acogieron a los indios y se ocuparon de su promoción humana. En México, la obra más importante fueron los “pueblos-hospitales” creados por el Obispo Vasco de Quiroga para responder a las más diversas necesidades materiales, educativas y espirituales de los indios (aún hoy, en el Michoacán, los campesinos hablan del “Tata Vasco”). Extraordinaria obra de civilización, como evangelización inculturada y promoción humana, social, económica, política y cultural de los indígenas, fueron las “reducciones” indo-jesuíticas, especialmente entre los guaraníes en la Cuenca del Plata, cuya destrucción por los grandes poderes de su tiempo bloquearon lo que hubiera sido la base de un desarrollo autónomo y solidario de los pueblos.  

Los indígenas quedaron en un primer momento abatidos y desconcertados por el derrumbe de sus imperios, la sorpresa de la irrupción de los españoles y las nuevas formas de vida que imponían, así como por la mortandad provocada por nuevas enfermedades comunicadas por los conquistadores. Gracias a la evangelización, no sólo fueron bautizados sino que así lograron adquirir una conciencia de su dignidad humana, una sabiduría ante la vida (ante el dolor y la muerte) y una esperanza contra toda esperanza, que fue posible gracias al Evangelio sembrado en tierra americana como germen de nueva creación. Donde abundó el pecado – de violencia, opresión y explotación -, sobreabundó la gracia en la gestación dramática de nuevos pueblos que recibieron el patrimonio más precioso, el Evangelio de Dios.

El acontecimiento capital de esa gestación fueron las apariciones de la santísima Virgen María, en el Tepeyac, quien escogió a un indio, Juan Diego, su “hijito más pequeño” y más querido”, con quien establece un diálogo de predilección. Gran “pedagoga del Evangelio”, de rostro mestizo, vestida a modo de la mujer indígenas, llevando consigo signos y símbolos propios de la cultura indígena, que está por dar a luz a su Hijo, logra que el Evangelio no sea más visto como la religión de los conquistadores sino como don para los indígenas, encarnado en su cultura. Dicen las crónicas históricas que en los diez años posteriores a las apariciones del Tepeyac hubo más de 8 millones de indios que se bautizaron. Con la canonización de Juan Diego, S.S. Juan Pablo II ha querido elevar a los altares un modelo ejemplar no sólo para los indígenas sino para todos los mexicanos (y latinoamericanos). Juan Diego es el indio que reconoce a la Virgen, que se confía filialmente en Ella, que se convierte en su mensajero y que, gracias a Ella, da testimonio de buen discípulo de su Hijo, repitiéndose concretamente lo que Cristo dice cuando señala que el Evangelio es predicado a los pobres y sencillos, y no a los “sabios” y potentes. El común reconocimiento cristiano que la maternidad de la Santísima Virgen María dona a todos los habitantes del “Nuevo Mundo” rompe las barreras de incomunicación y contraposición entre hispanos e indios, en el contexto de aquel choque desigual y  mestizaje desgarrado. Bien escribieron los Obispos en el documento de la III Conferencia General del Episcopado latinoamericano, en Puebla, cuando se refirieron a América Latina como “originalidad histórico cultural”, que se manifiesta en el rostro mestizo luminoso de Nuestra Señora de Guadalupe.

Un sexto cuadro general que es indispensable es el de la evangelización de los sectores campesinos e indígenas hoy.

Después de la expulsión de los jesuitas, de la destrucción de las “Misiones”, del desmantelamiento de la organización eclesiástica durante las guerras de la independencia y del regalismo de los nuevos Estados, la Iglesia católica perdió mucho la proximidad y solidaridad con la que había acompañado a los pueblos campesinos e indígenas. La reconstrucción del clero nativo en sus diversos países y la llegada a América Latina de una cantidad de comunidades religiosas, a partir del último cuarto del siglo XIX, restableció contactos y servicios de la Iglesia católica con muchas realidades campesinas e indígenas, pero sin el ímpetu misionero e profético ni la inculturación creativa que habían sido peculiares de la primera evangelización. No pocos sacerdotes europeos y norteamericanos llegados a los distintos países latinoamericanos como “fidei domun” desde mediados del siglo XX, así como religiosos y religiosas misioneras, han mantenido una presencia eclesial, catequética y solidaria, con los sectores campesinos e indígenas. Pero ha sido sobre todo a partir de los años 70, bajo los aires de renovación del Concilio Vaticano II y del amor preferencial a los pobres reafirmado por la Iglesia latinoamericana desde la II Conferencia General de su Episcopado en Medellín, que comienzan a surgir variadas experiencias pastorales y reflexiones teológicas, especialmente en relación a los sectores indígenas.

Se habla por entonces de “teología india”, buscando recuperar las mejores tradiciones y la sabiduría de los pueblos indígenas consideradas como “semillas del Verbo” y lugar de inculturación del Evangelio. Se realizan sucesivos Simposios, promovidos por el CELAM, relativos a dicha reflexión teológica. Se retoman las traducciones de la Biblia y de textos catequéticos en lenguas indígenas. Se reemprende un trabajo de formación de liderazgos indígenas. Se apoyan las justas reivindicaciones de pueblos y comunidades indígenas. Hay también quienes corren el riesgo de proyectar una “Iglesia india” autóctona, en ruptura con aspectos fundamentales de la tradición y disciplina de la Iglesia católica. Lo cierto es que, por una parte, son necesarios más misioneros que estén presentes en los pueblos y comunidades indígenas, comprometidos con su vida y destino, para renovar su evangelización. Por otra parte, es necesario también que las comunidades indígenas estén acompañadas para crecer como sujetos de su propia vida cristiana y de la edificación de sus comunidades, lo que requiere estudiar y discernir con creatividad y cuidado los caminos para una formación de indígenas al sacerdocio ministerial y a otros ministerios no ordenados. Cuando se descuida la presencia eclesial en los pueblos y comunidades indígenas o cuando se socava ideológicamente su tradicional arraigo en la Iglesia católica, se da entre ellos un vertiginoso aumento de comunidades evangélicas, en las que se busca una expresión de un sentido religioso no satisfecho. También sucede esto en las comunidades campesinas donde no está presente la implantación de la Iglesia católica.

No cabe duda que se requiere con urgencia en la Iglesia católica repensar a fondo su presencia actual en las comunidades campesinas y pueblos indígenas y relanzar una renovada evangelización y una pastoral creativa, misericordiosa, solidaria y misionera. Esta renovada actitud no se limitará a ser la de un sector específico de la pastoral de la Iglesia local, sino que involucrará a toda su pastoral de conjunto. La realidad indígena interpela a una Iglesia que, por gracia de Dios, quiere ser pobre y de los pobres, casa de los pobres de Dios, educadora y evangelizadora, custodia de la dignidad humana y abogada promotora de justicia.