ALTAR JOVEN: UN SIGNO ACTUAL PARA CELEBRAR LA VIDA EN CRISTO

Pbro. Eduardo Javier Fernández Vela/Colaborador en la CAL
31/01/2019
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Altar_Panama

 

En el marco de la jornada Mundial de la Juventud en Panamá, con su presencia para animar y confirmar en la fe a las iglesias esparcidas por todo el mundo y a toda la Juventud en especial, el Papa Francisco consagró el altar de la catedral de Nuestra Señora La Antigua. Esta catedral ha sido testigo en una historia lenta, gradual y escabrosa iniciada con la colocación de la imagen de Nuestra Señora la Antigua - traída por los españoles desde la catedral de Sevilla - en la casa rancho del cacique indígena Semaco en suelo firme americano hace más de quinientos años, hasta su restauración total finalizada justo para coincidir en 2019 con la realización de la Jornada Mundial de la Juventud.

El altar consagrado por el Santo Padre en esta catedral es una bella roca de mármol trabajada con mente y belleza situada en el punto focal de la iglesia catedral, una bella roca trabajada con sudores y esperanzas. Una simple piedra del camino que se vuelve el centro de algo, de Alguien, de todos.

El altar como punto de llegada y faro de una comunidad de vida unida en la fe, la convergencia final que como sístole y diástole de un corazón que late en el mundo - en América latina - atrae el soplo de las luchas humanas, de hombres y mujeres que entregan todo a Dios con la mirada puesta en su trayectoria en la historia guiada en la fe, como una calzada sobre aguas caudalosas que convergen en una roca viva de salvación, una roca pulida por el trabajo humano y por la misma gracia de Dios que atrae.

¿Cuáles fueron los sentimientos, pensamientos y sueños de quien separó un simple roca hace más de quinientos años para que fuera desde entonces un lugar de convocación para celebrar la verdadera fe?

¿Alguien acaso recuerda el nombre?

Anónimas son las manos de quien por generosidad y esperanza piensa por una comunidad, de quien mira al horizonte para que todos miren hacia allí. Son manos que son Pueblo, son miradas que son de todos, son sueños de quien vive para dar vida.

El Papa dijo que en Panamá se erige una catedral española, india y afroamericana, - ¡Mestiza como América latina! -, porque en la construcción de la iglesia suman los pasos en la historia y siempre se avanza. Problemas, pobrezas, logros, sueños, retos, esperanzas, caídas, gritos de angustias y dolores… pequeñas gotas que suman identidades vividas en la historia en el mar de quien da la identidad verdadera en la fe, mucho más que la propia aritmética (porque lleva el aliento de los hombres que Dios escucha y recibe, y que Él multiplica al infinito).

Tal vez es como la roca sobre la cual se celebró la primera misa en nuestra América, una realidad de Encuentro vivo en el Señor, entre el asombro y estupor, entre el temor y el temblor… una roca.

Una piedra en el camino con que nos topamos al caminar hacia las periferias humanas y existenciales en estos nuevos tiempos, en el encuentro del herido, del pobre, del que pasa invisible y atemorizado por el desamor y la injusticia. Esa misma que encontramos al acompañar el camino de tantos hermanos –y de nosotros mismos- necesitadas de fe y amor, verdad y justicia.

Panamá es el lugar más estrecho, la cintura de América latina: simbólicamente el lugar más propicio para comunicar dos océanos, el lugar más vulnerable del fino cordón que comunica un continente, una especie de embudos coincidentes como un reloj de arena por el que fluimos todos, por el que tarde o temprano circulamos todos. Una tierra de providencia interrumpida solo por la voluntad del hombre, pero administrada en el flujo a cuentagotas de un canal y en el pulso de quienes viven y luchan a diario. Tierra tan estrecha que se vuelve vereda para el caminar de tantos y tantos, de quien camina y de quien migra, de miradas que dirigen voluntades, que huyen, que se refugian, que van hacia adelante. De una naturaleza profunda, palabra viva de la creación de Dios, que por angostarse se palpa frágil y a la vez accesible. En el medio de un gran Pueblo latinoamericano indio, afroamericano y español… del gran pueblo que Dios convoca y al que alimenta. No en vano en este Istmo quiso Bolívar convocar a la unidad de todos los pueblos amnericanos

Panamá, metáfora y realidad del dentro y el fuera del Encuentro humano, donde en la estrechez física y existencial de quienes están en camino no puede esconderse ni obviarse la pobreza, pero que propicia la mutua mirada, abierta a la mirada del Dios de entrañas de misericordia entre las personas y los pueblos, al abrazo de Cristo entre hermanos, donde la tentación del miedo y el egoísmo se contrasta con el servicio y el anuncio gozoso del Resucitado que dirige las miradas hacia el Padre.

Tierra noble de Cristo, en el gozo de María, en ese flujo incesante entre la divinidad de Cristo asumida y compartida, comunicada plenamente en su Encarnación, vivida frágil y bellamente en su maternidad –desde la intimidad del embarazo en su vida pública, hasta su muerte y resurrección -. Tierra panameña y latinoamericana de riesgo y solidaridad, con nobleza de raíces y la amplitud de horizontes, de la encarnación de la realidad humana en el constante flujo de savia y sangre nueva, de agua viva y pura.

Un altar en una catedral dedicada a María, como el vientre desde el que se celebra, se arriesga y se entrega la vida.

Un altar que es cintura de convergencia y mesa de vida nueva, vivida en Cristo. Nuevo lugar donde presentar dones y toda la vida en sí, las nuestras propias y las de quienes encontramos en cada paso que damos a riesgo de nuestra propia conversión, de la transubstanciación de nuestras vidas, lugar de testimonio, de verdades al límite de la generosidad, de asombro y cambio, de confianza y de verdadera fe.

Un altar en la historia humana y en la historia de salvación que proviene y que lleva a Dios, que es lugar de vida eucarística y de vida humana en dirección de purificación en lo sagrado, en la plena libertad de una confesión de fe en concreto, en la estrechez de cada momento, de la vida de cada bautizado, de cada rostro con un rostro más grande que el de todos – y que a todos incluye –, el de Cristo.

Consagrando este altar se consagra más actual y profundamente también el de todos los bautizados en nuestra América latina, en el parpadeo del rostro joven de nuestros pequeños y nuestras familias, del gozo del arrojo de nuestra juventud generosa y temblorosa con quien volteamos en la donación de la propia existencia plena de la vida.

Se colocaron reliquias de santos para esta consagración, tres de santos latinoamericanos y otra de san Juan Pablo II. Un signo de continuidad en el camino del testimonio y simiente de vida cristiana: Santa Rosa de Lima, primicia de la santidad en América, san Martín de Porres, santo religioso desprendido del racimo de santidad con rostro de servicio y generosidad, san Óscar Romero – san Romero de América – en su entrega y martirio en los carriles de comunión con la renovación de la Iglesia después del Concilio Vaticano II, y del acompañar el caminar y repensar una iglesia que anuncia a Cristo y denuncia desde la solidaridad con los pobres y los excluidos; y de san Juan Pablo II, que tantas realidades visitó y llenó de vida, que tantos rostros pulsantes encontró en toda nuestra América latina, y que compartió desde la fina y clara devoción mariana.

Un altar que ilumina un camino testimonial de una iglesia que “ha entretrejido su historia con la historia del pueblo” como decía el arzobispo de Panamá en las palabras de agradecimiento después de la consagración del altar y la primera Eucaristía celebrada en él.

Un altar que es lugar para el banquete donde compartir, donde poner nuestras propias miseria transformadas en Cristo en alimento nuestro y de todos, en el centro espiritualmente vital de nuestro mundo cristiano, blanco, de bronce y de ébano.

Un lugar espiritual para emprender de nuevo el camino, para enfrentar amenazas y tentaciones, para enfrentar nuevos tiempos y nuevos retos. Nutridos y con nuevos horizontes para todos, de comenzar a tejer y trazar, de caminar desde ahí trayectorias de identidad y dignidad, de desarrollo y solidaridad en Cristo para todos.

Gracias, Santo Padre, por recordarnos la riqueza y el compromiso de nuestro itinerario de vida como bautizados, como comunidades e iglesias.