El Sínodo de América y sus repercusiones en el continente: intuición profética y camino exploratorio

Intervención del prof. Guzmán Carriquiry durante la XXXVI Asamblea General del CELAM celebrada en El Salvador, del 8 al 13 de mayo de 2017, a 20 años del Sínodo de América.

Guzmán Carriquiry
30/05/2017
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Hace 20 años tuvo lugar la Asamblea especial del Sínodo de Obispos para América. La sorprendente iniciativa de convocarlo fue ciertamente una intuición profética de San Juan Pablo II. Su futura realización fue anunciada por el Papa en su discurso inaugural de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo, el 12 de octubre de 1992, anticipándola a la de una sucesión de sínodos continentales. Dos años más tarde, el Papa Juan Pablo II propuso una sucesión de sínodos continentales en su Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente (10.XI.94, n. 21), para tomarle el pulso a la Iglesia católica en el “camino de adviento” hacia el Gran Jubileo del 2.000 y su ingreso en el nuevo milenio.

Se trató de un anuncio tan inédito e inesperado para los Obispos presentes en Santo Domingo que recibió sólo adhesiones formales y causó cierta perplejidad. El documento final de aquella IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano destacó la aspiración de la integración latinoamericana, reactualizando el ideal de la “Patria Grande” y de “esa unidad deseada”, prestando muy escasa atención a la iniciativa del Papa, acogida sólo como “sugerencia”.

Años después. el proceso de preparación del Sínodo americano no provocó una vasta movilización de energías, ni circulación intensa de ideas, ni grandes debates. Nada que se  asemejara, ¡ ni de lejos”, a la intensidad apasionada y fecunda de la amplia participación que preparó la III Conferencia General del Episcopado en Puebla de los Ángeles (1979)  y, en menor medida, en Santo Domingo (1992). Los aportes que las Conferencias Episcopales del continente hicieron durante las fases preparatorias de esta Asamblea sinodal fueron mas bien escasos, de relativa relevancia y bastante dispersos en cuanto a temáticas.  El interés no superó las fronteras eclesiásticas. Muy escasa fue la atención prestado a niveles políticos, intelectuales y mediáticos.

Se podría decir que la misma Asamblea sinodal (Vaticano, 16.XI al 12.XII. 1997) fue, en su novedad, de carácter exploratorio. Una de las cosas más importantes de dicho evento fueron los vínculos de encuentro y amistad que fueron anudándose, y en algunos casos profundizándose, entre Obispos norteamericanos y latinoamericanos. La misma Exhortación apostólica pos-sinodal, Ecclesia in America (22.I.1999), fue, según mi parecer, más que un fruto maduro, un elenco de temas tratados en la asamblea sinodal, como servicio de guía orientadora e estimuladora para que las Iglesias en América asumieran toda la responsabilidad que les competía en esa senda abierta.

Tiempos de incomunicación entre las américas

No puede sorprender las dificultades encontradas ante este hecho inédito, singular, profético y, por eso, lleno de novedad, dada la incomunicación que por mucho tiempo se mantuvo entre América Latina y Estados Unidos, especialmente en los siglos XVII y XVIII y hasta la segunda mitad del siglo XIX. Sólo entonces se proyecta hacia el Sur el “destino manifiesto” de Estados Unidos, comienza la expansión imperialista en América Central y el Caribe, interviene en la guerra de independencia de Cuba que se vuelve su “protectorado” y toma posesión de Puerto Rico. Al mismo tiempo, se incrementan la inversión y explotación de sus compañías y se realizan frecuentes intervenciones militares de sus “marines”. Es por eso que la generación intelectual latinoamericana de finales de siglo XIX recupera la conciencia de unidad latinoamericana, bolivariana, en plena alerta ante la expansión norteamericana. Son tiempo de  “Nuestra  América” de Martí, de la “Oda a Washington” de Rubén Darío quien canta a los pueblos que “aun creen en Jesucristo y hablan en español”, del Ariel contra Calibán en José E. Rodó, de “bolivarismo” contra “monroísmo”, de “latinoamericanismo” contra “panamericanismo”.

En tiempos de guerra fría, América Latina quedó considerada por Estados Unidos como “patio trasero”, integrada en forma dependiente en su área continental de seguridad y lucha contra el comunismo. Después, la bien intencionada Alianza para el Progreso quedó rápidamente en la nada. Ante la revolución cubana y su viraje marxista-leninista, su recostarse sobre la Unión Soviética y su promoción de la estrategia guerrillera, la Administración norteamericana pasó a preferir también el lenguaje terrible de las armas. América Latina entra en una fase de políticas de muerte y de muerte de toda política. Se exacerban todas las contradicciones, polarizaciones y represiones. Son tiempos latinoamericanos de la “teoría de la dependencia” y la “teología de la liberación”.

Pareció tiempo propicio para generar una nueva comunicación entre las Américas el abierto por el derrumbe del “socialismo real” y la crisis de los relatos ideológicos. Fueron tiempos en que Estados Unidos quiso conducir hacia un “nuevo orden internacional y hubo las propuestas de “Iniciativa para las Américas”, lanzada por George Bush (padre) en 1990 y del “Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) de la Administración Clinton (1994). Las relaciones interamericanas parecían cambiar. Sin embargo, el “Consenso de Washington” para un nuevo orden neo-liberal de las economías del continente, despertaron, y con buenas razones, todas las sospechas y resistencias críticas latinoamericanas sobre un nuevo orden neo-colonial, mientras se sucedían crisis financieras y se acrecentaban inicuas desigualdades sociales.

En los tiempos de grave crisis económica estadounidense y europea, a partir de 2007, predominó desde Estados Unidos un “mix” de desinterés, incertidumbre y desconcierto de la política norteamericana ante las transformaciones políticas en América Latina y una concentración prioritaria en la guerra contra el terrorismo y las cuestiones medio-orientales. Lo más significativo fue la prosecución de tratados de libre comercio, desde el de América del Norte a los firmados con Centroamérica y con Chile.

Esa incomunicación es más larga aún entre las Iglesias locales católicas de América Latina y las de Estados Unidos; se prolonga hasta mediados de los años ’50 del siglo XX. Es entonces que comienza la convocatoria misionera, por parte del papa Pío XII, de los sacerdotes “Fidei Donum” (1957) y que San Juan XXIII sueña con el “diezmo” de envío de sacerdotes y religiosos/as de Estados Unidos a América Latina. No será un “diezmo”, pero llegan numerosos misioneros norteamericanos a tierras latinoamericanas.

Durante las sesiones del Concilio Ecuménico Vaticano II hubo algunas relaciones significativas entre los Padres conciliares latinoamericanos y los norteamericanos, pero aún muy episódicas. Después las relaciones comienzan a adquirir cierto ritmo, con la creación en 1966 de la Oficina para América Latina de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, la proyección hispana y latinoamericana del Centro Católico Hispano del Nordeste, la institución de delegaciones de Pastoral Hispana en numerosas diócesis norteamericanas y la realización de los Congresos Nacionales de Pastoral hispana en el país. A la vez, se iba dando un incremento de sacerdotes latinoamericanos al servicio de diócesis norteamericanas y repercutían los ecos metropolitanos de la teología de la liberación. La explosión del volcán centroamericano en los años ’80 y la ayuda a la Iglesia de Cuba fueron temas presentes en ambientes eclesiásticos norteamericanos.

Especialmente significativas en el camino de relaciones eclesiásticas inter-americanas fueron las reuniones anuales de delegados del CELAM con dirigentes de las Conferencias episcopales de Estados Unidos y Canadá (desde 1969) y aquellas trienales entre las respectivas Conferencias de Religiosos/as (desde 1971), en las que una variedad de temas de preocupación común fueron considerados. No faltaban, pues, relaciones precursoras, pero todavía episódicas y fragmentarias.

La sepultura de las raíces comunes

Esa larga fase de incomunicación procedió debido al hecho de que se había ido perdiendo la memoria de las raíces comunes. La fuente más profunda que mantuvo viva esas raíces fue el acontecimiento fundante del Nuevo Mundo americano, o sea, las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe en el cerro del Tepeyac, durante tres días, comenzando el 9 de diciembre de 1531, en el cuadro de una extraordinaria epopeya misionera. Desde las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe – pedagoga del Evangelio inculturado – millones de indígenas se bautizan en el Virreinato de Nueva España (México) y corrientes misioneras llevan el Evangelio de Cristo hacia el norte, centro y sur del continente. Cinco siglos después el Santuario de Guadalupe es la capital espiritual de toda América, el lugar más adecuado para depositar a los pies de Nuestra Señora la Exhortación apostólica Ecclesia in America. Parece simbólico que una de las parroquias más al norte de todo el continente, en Alaska, así como una de las Iglesias más meridionales de Chile, estén dedicadas a Nuestra Señora de Guadalupe. La devoción guadalupana está en plena y vigorosa difusión por doquier en todo el hemisferio.

“Un siglo antes de que los primeros colonos llegaran a Plymouth Rock y mucho antes del asentamiento inglés en Jamestown – se lee en el libro del Arzobispo J. Gómez “Inmigración y el futuro de los Estados Unidos” -, la presencia católica hispana ya estaba firmemente establecida en Estados Unidos. Los sacerdotes españoles que viajaban con Ponce de León, cerca del sureste de Florida en 1521, celebraron la primera eucaristía dentro de las fronteras actuales de Estados Unidos (…). La primera ‘Acción de gracias’ no fue celebrada por los primeros colonos en Plymouth, Massachussets, en 1621, sino que fue celebrada por los sacerdotes misioneros españoles, medio siglo antes, en lo que es ahora Saint Augustine en Florida”, fundada por Pedro Menéndez de Avilés en 156 (el municipio de ocupación continua más antiguo de los Estados Unidos). “Pero cuando se daba esa primera acción de gracias, la presencia hispano-católica ya se había establecido al otro lado del país, durante al menos veinte años, en el suroeste estadounidense”. Generaciones de misioneros llegaron desde México a propagar la fe. El más famoso fue el gran sacerdote franciscano, el beato Junípero Serra.  Él y sus compañeros construyeron Iglesias de misión a lo largo y ancho del extenso camino costero del Pacífico al que llamaron El Camino Real. Incluso la geografía norteamericana da testimonio de que esta nación nació del encuentro con los misioneros cristianos. Ahora damos por descontado esos nombres: Sacramento, Las Cruces, Corpus Christi, Santa Fe, San Francisco e incluso las Montañas de la Sangre de Cristo y muchísimos más. La impresionante aventura de exploración de enormes territorios desconocidos y de asentamientos fue obra de muy diversas expediciones civiles y misioneras, que fueron construyendo una red de muy extensos Caminos, en torno a los cuales fueron fundados pueblos, presidios militares y misiones, distribuyéndose grandes extensiones de tierras como “haciendas”. “Doscientos años antes de que naciera cualquiera de los Padres Fundadores, los habitantes de esta tierra ya estaban siendo bautizados en el nombre de Cristo”…y en lengua española.

En efecto, esa memoria de raíces comunes fue perdiéndose en el olvido. Poco sabemos de la primera gesta misionera y civilizadora de Estados Unidos. Fue el mismo Presidente John F. Kennedy quien señaló que “por desgracia son muchos los americanos que creen que América fue descubierta en 1620 (…) y se olvidan de la formidable aventura que tuvo lugar durante el siglo XVI y principios del XVII en el sur y suroeste de Estados Unidos”. Y esto sucede porque la historia siempre es contada por los ‘vencedores’. En el caso de Estados Unidos los vencedores fueron los hombres que transmitieron una historia estadounidense, un relato nacional que comenzaba con las 13 colonias atlánticas y su “conquista del Oeste”, e ignoraba los períodos anteriores, ciertamente influidos por “hispanofobía”, por la “leyenda negra anti-católica” en tiempos de guerras de religión y por su expansión en perjuicio de España y México. Contaron una historia verdadera, incluso hermosa, pero muy parcial e incompleta.

Hoy los “hispanos” en Estados Unidos están llamados a reconocerse, en línea de continuidad, con los primeros pobladores hispano-católicos de estas tierras, a “completar” la narración sobre la historia de Estados Unidos y a recoger el legado de las raíces comunes de todo el continente americano. Tienen todo el derecho a considerarse “americanos”.

La caída de los muros

No sé cuánto tendría presente San Juan Pablo II esas raíces comunes cuando tuvo la intuición profética de la Asamblea sinodal para América. Sin duda, advertía que ya en tiempos de globalización se acercaban y compenetraban todas las fronteras. Es significativo que el Santo Padre lanzó esta iniciativa muy poco tiempo después del derrumbe del “muro” de contraposición en la dialéctica Este-Oeste, en la conclusión de la fase histórica bi-polar de Yalta. Se ha dicho bien que San Juan Pablo II contaba con una “geopolítica” espiritual y misionera. En la idea del papa, otros muros tendrían que ir cayendo como consecuencia, en especial los que separaban Norte y Sur, los mundos hiper-desarrollados y opulentos de aquéllos dependientes y empobrecidos, para impulsar una “globalización de la solidaridad”. Pues bien, el continente americano le aparecía como lugar decisivo para enfrentar esa cuestión mayor, porque es continente en que se dan y conviven, por una parte, situaciones de desarrollo muy desigual, grandes asimetrías de poder y, por otra, en el que viven más de la mitad de los católicos de todo el mundo.

San Juan Pablo II lo decía a claras letras en su primera convocatoria: “la Iglesia, ya a las puertas del tercer milenio cristiano y en unos tiempos en que han caído muchas barreras y fronteras ideológicas, siente como un deber ineludible unir espiritualmente aún más a todos los pueblos que forman este gran Continente y, a la vez, desde la misión religiosa que le es propia, impulsar un espíritu solidario entre todos ellos” (12.X.1992). Él mismo daría luego al Sínodo para América una connotación especial con referencia a “los problemas de justicia y las relaciones económicas internacionales entre las naciones de América, teniendo en cuenta las enormes desigualdades entre Norte, Centro y Sur”.

Para ir derribando ese muro había que superar, por una parte, la ignorancia e indiferencia entre sus interlocutores y enfrentar con valentía, por otra, todos la carga histórica de responsabilidades que provocaran muy fuertes contraposiciones. Hay todavía mucha ignorancia y prejuicios que obstaculizan el incremento de sentimientos de fraternidad entre latinoamericanos y estadounidenses. Hay que dejar atrás en Estados Unidos una “leyenda negra” anti-latinoamericana, que lo es también anti-católica, cuando se presenta a los latinoamericanos como afectos de pereza e ignorancia, que amenazan Estados Unidos a través de su “invasión” portadora de violencias y delincuencias. Por su parte, los latinoamericanos tienen que conocer mejor al pueblo norteamericano, a su profundo sustrato religioso, a su amor por la libertad, a su generosidad, sin reducir la visión del país a su complejo político/industrial/militar y de recargarle todas las culpas del propio “subdesarrollo”. Derribar ese muro requiere sobre todo replantear a fondo, desde la común dignidad de los interlocutores y un auténtico espíritu de justicia, las relaciones interamericanas, respecto de las cuales la primera potencia mundial debe asumir la exigencia de una auténtica, mayor y efectiva solidaridad con los países latinoamericanos.

El acontecimiento inédito de un primer Papa venido del continente americano y la caída del muro de contraposición entre Cuba y Estados Unidos  pareció que creaban las mejores condiciones para ese replanteamiento a fondo, con seriedad y respeto, de las relaciones inter-americanas, afrontando muy graves y diversos problemas. Sin embargo, los anuncios “proteccionistas”, de levantamiento del muro en la frontera entre Estados Unidos y México, de endurecimiento de todas las políticas de inmigración y de continuación de las deportaciones masivas de hispanos, por parte de la actual administración norteamericana, no dejan presagiar un próximo porvenir positivo en las relaciones inter-americanas.

La presencia creciente y emergente de los hispanos

Otro motivo profético de la convocatoria y reunión sinodal americanas, estuvo dado por el enorme crecimiento de la población de origen hispano en Estados Unidos, que ya superaba hacia los comienzos del nuevo milenio los 50 millones de persona   (incluyendo los “indocumentados”) y llegará a ser más de 130 millones en el año 2.050. Casi 1 de cada tres norteamericanos será entonces de origen “hispano”, según todas las proyecciones estadísticas. Esta presencia creciente y emergente, fortalecida por cada vez mayores índices de escolaridad y de integración social, laboral y económica, tendrá incalculables repercusiones en toda la vida de esta gran Nación y en sus vínculos de sangre y de cultura con poblaciones latinoamericanas. Se continuará a dar en ella un profundo realineamiento cultural en formas cada vez más complejas y en gran medida imprevisibles, a modo de un mestizaje desbordante y novedoso respecto del tradicional “melting pot”.  Las perspectivas son de tal magnitud que no asombra que la inmigración, sobre todo hispana, se haya convertido en una gran cuestión de debate nacional

Se agregue aún que dentro de unos 5 años la mitad de los católicos de Estados Unidos será de origen hispano y que este porcentaje subirá hasta el 86% de los católicos estadounidenses en el año 2.050. En la evangelización de los hispanos está en juego, en gran medida, el destino del catolicismo en este país. Hay que destacar estas proyecciones porque señalan un horizonte muy desafiante, que requiere un salto de cualidad en la responsabilidad de las Iglesias de Estados Unidos y Canadá, pero en cierta medida también de las Iglesias de América Latina, respecto del arraigo y transmisión de la fe entre los hispanos. ¡Cómo no recordar el Seminario de Montezuma, en el estado de New Mexico, que fue establecido por los Obispos norteamericanos para ayudar a la Iglesia de México durante las terribles décadas de persecución religiosa en ese país! Este Seminario – nos cuenta el Cardenal Patrick O’Malley OFM, en su artículo sobre “Colaboración de las Iglesias de América” – funcionó durante treinta y cinco años, durante los que formó a 3.000 estudiantes, de los cuales 1.700 fueron ordenados sacerdotes (lo que representaba un quinto de los sacerdotes diocesanos de es tiempo). Dieciséis de ellos se convertirían en Obispos de México. También hay que recordar la experiencia tan interesante del Seminario de Nuestra Señora de Guadalupe, cerca de Ciudad de México, que forma seminaristas mexicanos que serán ordenados en diócesis de Estados Unidos. ¡Cuántos son actualmente los sacerdotes de países latinoamericanos que colaboran en la pastoral hispana en Estados Unidos! ¿Por qué no pensar en la formación de una Liga Sacerdotal Misionera, por la que sacerdotes latinoamericanos se preparen a peregrinar por Estados Unidos y cooperar con las Iglesias locales de este país en la evangelización y crecimiento de la fe entre los hispanos?

Afrontar problemas comunes

El Sínodo para América tuvo también un motivo de especial consideración: no obstante cierta desatención de Estados Unidos respecto de América Latina, fueron tomando cuerpo una serie de graves problemas que requieren que sean afrontados conjuntamente en cuanto problemas comunes. Fueron los problemas comunes afrontados en el capítulo V de la Exhortación apostólica post-sinodal Ecclesia in America.  

No es posible detenerse ahora en una consideración específica de estos complejos y cruciales problemas, pero todos tenemos bien presente los desafíos que implican a lo largo y ancho del continente. La cuestión de las migraciones se impone con toda su dramaticidad, por una parte, a causa sobre todo de condiciones de miseria y violencia que llevan a muchos a dejar su casa, familia y terruño para buscar condiciones más dignas de vida, y, por otra, por la incapacidad de Estados Unidos de darse una sabia y justa política migratoria bajo la presión de sentimientos discriminatorios e incluso xenófobos que criminalizan a los inmigrantes latinoamericanos.  Las deportaciones de masa que han ocurrido en los últimos años, las amenazas que ahora se ciernen contra “indocumentados” que desde hace muchos años residen y trabajan en Estados Unidos en condiciones de discriminación y explotación, así como la proclamada decisión de construir el extensísimo muro en la frontera méxico-estadounidense, son todo lo contrario de una sabia y justa reforma migratoria. Si la cuestión migratoria se plantea fundamentalmente en las corrientes que van desde México, Centroamérica y el Caribe hacia Estados Unidos, no deja de plantearse también a lo largo y ancho de Sudamérica, implicando a muy diversos países de origen y de acogida.

La frontera entre Estados Unidos y México sigue siendo la más sensible en el tráfico de personas, armas y drogas. El narco negocio se ha convertido en la multinacional más exitosa en América Latina, enriquecida especialmente por la alta demanda y consumo de drogas en Estados Unidos. Y de este país procede la libre circulación de armas de todo tipo. La difusión de la droga y el narco-negocio son la causa fundamental de la inseguridad y violencia en la convivencia ciudadana. La difusión de las drogas se ha convertido en un cáncer de las sociedades del continente, sobre todo para la vida de los jóvenes.

La familia es también una prioridad misionera para la Iglesia universal, como lo ha demostrado el camino sinodal, y especialmente para la Iglesia en el continente americano. Hay que mostrar y anunciar, ante todo, la verdad y belleza de la vida matrimonial y familiar, como lo hace la Exhortación apostólica post-sinodal “Amoris Letitiae”. Se nos pide que afrontemos con valentía y sinceridad, sin tabúes, la situación de crisis por la que pasa actualmente la familia - ¡en el Norte, en el Centro y en el Sur del continente americano! - para buscar todos los remedios adecuados, desde una mirada misericordiosa y evangelizadora. Sabemos que en la cultura de los “hispanos” hay vivo aprecio por la familia, pero son muchos los matrimonios en situación irregular, los matrimonios y familias separadas por las migraciones y deportaciones, la irresponsabilidad por falta de educación sexual e impacto de una sociedad pan-sexualizada.  Conocemos también todas las agresiones que se ciernen sobre ella para disgregarla, desnaturalizarla, atentar contra la procreación y los seres humanos en sus fases más indefensas y vulnerables. “El demonio odia la familia”, ha exclamado el papa Francisco. La “colonización ideológica” de la que ha hablado con frecuencia el papa Francisco se difunde desde los centros de poder de las sociedades de la abundancia hacia los países más pobres y dependientes. No en vano el imperialismo neo-malthusiano y la acción de los poderosos lobbies que pretenden equiparar las uniones homosexuales y lesbianas al matrimonio entre varón y mujer han seguido su difusión de Norte a Sur. Son conocidas las presiones a las que quedan sometidos los gobiernos de los países latinoamericanos para procesar legislaciones en esa perspectiva individualista y relativista.

Y la crisis de la familia se repercute sobre las nuevas generaciones. ¡Cuántos jóvenes huérfanos de padres, maestros, verdaderos educadores, y así confundidos y desorientados, seducidos por la cultura del consumo y del espectáculo, tentados por la droga! La “emergencia educativa” de la juventud y la “traditio” de la fe a los jóvenes de nuestro tiempo es otro fundamental desafío que se plantea por doquier en el continente americano. No podemos contar más con la pacífica transmisión de la fe católica de generación en generación. Y menos aún en situaciones de desarraigo de los jóvenes de su terruño natal y de soledad y desconcierto por las dificultades de integración en una nueva sociedad muy diversa. La realización de la próxima Jornada Mundial de los Jóvenes en Panamá, con una previsible multitudinaria participación de jóvenes de Estados Unidos, Canadá y América Latina, alienta a apostar por la juventud en nuestro continente, con una proximidad llena de afecto, con compañías pastorales adecuadas, con testimonios fuertes y servicios educativos y catequéticos.

América, en sus distintas latitudes, comparte el gravísimo problema de numerosísimas personas que viven en condiciones de pobreza e incluso miseria, que sufren en el cuerpo y en el alma: son las víctimas de las violencias, los que ven destruida su vida matrimonial y familiar, las familias separadas por las deportaciones,  las mujeres abandonadas, las multitudes de desocupados o que trabajan en condiciones de gran precariedad, los vastos contingentes humanos que sobreviven en periferias humanas miserables, los migrantes, las víctimas de los ídolos del dinero, del poder, del placer efímero. Incluso el Papa habla de una “cultura del descarte”: son material de descarte, de desecho, los millones de seres humanos que sufren el crimen del aborto, los embriones congelados y descartados, los niños de la calle, los jóvenes sin escolarización ni trabajo, los ancianos librados a su suerte y frecuentemente sometidos a la eutanasia “legal” o clandestina, los refugiados expulsados de sus propios países y concentrados en campamentos sin destino. Se consuman y desechan no sólo las cosas sino también las personas. También nos advierte el Papa Francisco sobre los nuevos esclavos: los niños sometidos al trabajo indecente o a la codicia sexual, los enclaustrados en talleres clandestinos, los drogadictos y los sometidos a la red del narco-negocio, las mujeres explotadas en la prostitución y muchas otras formas de trata de los seres humanos. ¡Cuántos son en nuestro continente los “heridos”, los “descartados”, los nuevos “esclavos”! 

Problema común a todo el continente, que tiene finalmente que ser afrontado es el de las tremendas desigualdades sociales que son causadas por estructuras injustas y políticas que no persiguen realmente el bien común. Se trata de un problema que se plantea tanto en las relaciones asimétricas entre Estados Unidos y América Latina, como al interior de cada una de sus sociedades. Son escandalosas las enormes concentraciones de riquezas en pocas manos, mientras que multitudes viven en condiciones penosas de sobrevivencia o de zozobra. Afrontar este problema requeriría un sobresalto inteligente, generoso y eficaz de solidaridad a nivel continental y nacional.  

Las relaciones interamericanas, en fin, se han ido entretejiendo institucionalmente mediante algunas organizaciones de vieja data, como la Organización de los Estados Americanos (OEA) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), a través de Tratados bilaterales de Libre Comercio y de asociaciones regionales como el MERCOSUR y la Alianza para el Pacífico, así como de instituciones de nivel sudamericano (UNASUR, Unión de América del Sur) y latinoamericano (CELC, Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños) que se proponen como interlocutoras a nivel continental y mundial.

¿Una sola América?

La tan importante y masiva presencia de los hispanos en los Estados Unidos, así como el enfrentamiento de muchos problemas comunes, invitan a estrechar esos vínculos. Sin embargo, no hay que apresurarse y correr demasiado. No parece hoy adecuado utilizar la referencia de “una sola América”, en singular. No se puede ignorar que así lo hizo San Juan Pablo II en el Exhortación Apostólica “Ecclesia in America” (n. 5). Lo hizo ciertamente para convocar la Asamblea sinodal y reforzar los vínculos a nivel continental. La comunión de las Iglesias es siempre signo expresivo y propulsivo hacia una unidad de las naciones. Pero esa unidad de las naciones a nivel continental, sobre todo entre Estados Unidos y los países latinoamericanos, está muy lejos de ser realidad. América es un “continente” pero de contenidos sumamente diferenciados.

Utilizar el nombre de América solo en singular no puede interpretarse de ningún modo como una indicación del magisterio de la Iglesia. Tanto es así que el mismo San Juan Pablo II y sus predecesores han seguido distinguiendo Estados Unidos, por una parte, y América Latina, por otra. En Roma hay un Colegio Pontificio Norteamericano y un Colegio Pontificio Latinoamericano. Siguen existiendo la Comisión Pontificia para América Latina y el Consejo Episcopal Latinoamericano. Los factores de unidad que permiten hablar de esa originalidad histórico-cultural que llamamos América Latina – como las comunes vicisitudes históricas, el sustrato católico, la lengua española (o portuguesa, pues están muy hermanadas), la cultura del barroco, los intereses comunes de países en desarrollo y emergentes – no se dan en Estados Unidos. Es cierto que hubo quienes se lanzaron a proponer que el CELAM se convirtiera en Consejo Episcopal de América, pero un sano realismo y una sabia prudencia dejaron de lado esa propuesta.

Hoy por hoy la referencia a una sola América causaría rechazos tanto al Norte como al Centro y al Sur del continente. La resonancia de ser “latinoamericanos” como vínculo de pertenencia muestra cuanto sería artificial y forzado pretender definirse como “americano” a secas. Otra cosa, distinta y muy importante, es intensificar la comunión católica entre las Iglesias de Estados Unidos, Canadá y América Latina, así como la fraternidad y solidaridad entre sus pueblos.

Intercambio de talentos y dones  

No sólo existen diversidades culturales, desigualdades sociales y asimetrías de poder y niveles de desarrollo entre Estados Unidos y América Latina, e incluso frecuentes contraposiciones de intereses políticos y económicos, sino también muy diversas formas de inculturación de la misma fe católica.

En efecto, la originalidad histórico-cultural de América Latina está caracterizada por un mestizaje fundacional, complejo y desigual indo-afro-hispano (con predominio de lo hispánico), sellado por un catolicismo barroco como su sustrato cultural. En él la dimensión mistérica de la fe – dramática y festiva a la vez – prevalece sobre su dimensión moral; es una “trascendencia” manifestada en la florida “religiosidad popular”, con una densa red de mediaciones entre Dios y los hombres, no sólo por la fuerte implantación institucional de la Iglesia y por su sacramentalización, sino también porque pletórica de devociones a los cristos sufrientes y a su Madre, la Santísima Virgen María – en una multitud de invocaciones -, a los santos y a los difuntos, lo que genera un “continuum” entre fe, cultura y vida.

Diversamente, en el gran calderón de acogida de las sucesivas migraciones que van componiendo la población norteamericana trasplantada hacia enormes espacios abiertos, sin mestizajes fundacionales, la síntesis cultural dominante ha sido cristiana-protestante-puritana, combinada con el iluminismo anglosajón, que hacen de tal modo el sustrato de su “credo nacional”. Las oleadas de inmigrantes de católicos pobres, de Irlanda sobre todo, después de Italia y luego del Imperio Austro-Húngaro en descomposición y de refugiados del este europeo ante la persecución comunista, sufrieron desprecio, marginación e incluso persecución. Por eso mismo, sintieron la necesidad de un fuerte sentido de pertenencia a sus propias comunidades católicas locales, en su participación litúrgica, en su sostén económico, en la responsabilidad por sus obras educativas, hospitalarias, asistenciales, etc. Tuvieron que pasar por procesos de asimilación e inculturación para ser reconocidos con títulos respetables de ciudadanía, sobre todo a partir de la segunda guerra mundial y gracias al crecimiento educativo y económico de significativos sectores católicos. De tal modo, las comunidades católicas fueron incorporando la valorización de la libertad y la racionalidad pragmática, la interiorización y adhesión individual de la fe, el acento puesto en la dimensión moral, el dinamismo de participación en comunidades locales autónomas, la importancia de la educación y el trabajo. También pagaron tributo a la cultura dominante, tentadas por la herejía del americanismo.

La Iglesia de América Latina, y también los hispanos en los Estados Unidos, tienen mucho que aprender sobre ese sentido de pertenencia eclesial de los católicos norteamericanos a sus comunidades locales, sobre la alta participación de sus bautizados en las liturgias dominicales, sobre sus niveles más altos de vocaciones sacerdotales, sobre la responsabilidad económica en el sostén de sus obras. Ese sentido profundo de pertenencia es tanto más importante en cuanto se advierten con preocupación las migraciones religiosas de muchos “hispanos” y “latinoamericanos” hacia otras cálidas comunidades cristianas de acogida, sobre todo neo-pentecostales y evangélicas.

También la Iglesia de Estados Unidos tiene mucho que enriquecerse con la presencia de los “hispanos” y el testimonio de los latinoamericanos, desde su experiencia de la presencia viva del Misterio en la vida, de que el camino más seguro para llegar a Cristo es el de la maternidad de la Virgen María, en comunión de los santos, alegres y esperanzados en la Providencia de Dios no obstante muchos sufrimientos, más misericordiosos que moralistas, testigos del amor predilecto del Señor hacia los pobres y sencillos.

¿Por qué no pensar que ese intercambio de talentos y dones – que especialmente se está ya dando en la Iglesia de Estados Unidos por la participación de los hispanos – pueda ir forjando renovadas síntesis de vida cristiana, más completamente conformes al Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo?     Este intercambio de dones y talentos entre las Iglesias, enraizadas en sus culturas, no sólo enriquecen la catolicidad, sino también la comunicación entre los pueblos” (cf. Ecclesia in America, 52).

Comunión y solidaridad

En verdad, sólo la comunión de las Iglesias puede ser un signo profético y cauce fecundo para ayudar a forjar gradualmente, en medio de grandes dificultades y resistencias, una auténtica fraternidad y solidaridad entre quienes viven en el continente americano.

Sólo el misterio de comunión que se vive en la Iglesia es más fuerte que las fronteras políticas, los intereses económicos, los encierros étnicos, la diversidad de formas culturales. Es la comunión que ya se está viviendo y prefigurando en el seno de muchas Iglesias locales en Estados Unido, en la que “Cristo es inglés y español, Cristo es chino y negro, Cristo es vietnamita e irlandés, Cristo es coreano e italiano, Cristo es japonés y filipino”, decía San Juan Pablo II en su visita a Los Ángeles, dirigiéndose al episcopado nacional, el 16 de septiembre de 1987. Eso está evocado por el lema de la fundación republicana de Estados Unidos, país formado por oleadas de inmigrantes: “e pluribus unum”. Es el milagro de la comunión que sólo el Espíritu de Cristo resucitado, según el designio del Padre misericordioso, hace posible entre gentes tanto diversas. Y ello incluye también una novedad de relacionamiento fraterno que se está dando entre católicos y evangélicos, experiencia que de los Estados Unidos – “Evangélicos y Católicos Juntos” - comienza a fructificar también en América Latina, aunque todavía estén bien presentes, en Estados Unidos como en América Latina, tendencias sectarias, proselitismos agresivos e intercambios de acusaciones.

La más fraternal e intensa comunión entre las Iglesias de Estados Unidos y Canadá con las Iglesias de los países latinoamericanos será, pues, el camino adecuado para una solidaridad de sus pueblos, en la que se afronten los problemas comunes, se intercambien las más diversas experiencias y se propongan y realicen las mejores iniciativas para bien de todos.

Hacia la unidad desde la diversidad

También a nivel de esa solidaridad entre pueblos y naciones hay que evitar dos tendencias polarizadas, que se encadenan en círculos viciosos y que son caminos de radical empobrecimiento. Una es la del cosmopolitismo abstracto e instrumental de “supermercado global”, la “macdonalización”, que presiona las naciones hacia un uniforme parque de diversiones, un MacMundo atado por las comunicaciones, la información, el entretenimiento y el comercio. En él toda diversidad étnica, cultural y religiosa es vista como obstáculo y problema, destinada a ser ofuscada y re-mezclada en el gran calderón de la sociedad del consumo y el espectáculo. Habría, pues, que con-fundirse para ser un buen “americano”. 

Esa misma tendencia suscita reactivamente lo que ha sido llamado como “retribalización”, como afirmación ideológica del multiculturalismo, en una multitud de “fragmentos” y “ghettos”, sea por motivos étnicos, por intereses corporativos, por identificaciones sexistas, por pertenencias locales o por afinidades valorativas, cosa que impide la reafirmación de una conciencia nacional en los países del continente y de una conciencia latinoamericana, así como sentar las bases comunes para una solidaridad continental.

Caso típico y expresión intelectual de tales confusiones se observan en los escritos de Samuel Huntington, académico del “think tank” de la administración norteamericana, autor del “choque de civilizaciones” y de reflexiones sobre “la identidad nacional”. En su “Choque de civilizaciones”, Huntington enumeraba y describía a 7 de ellas, entre las que no estaba incluida América Latina, dejada en nebulosa. Huntington cantaba loas al Tratado de Libre Comercio de Norteamérica pues creía y auspiciaba que los mexicanos abandonarían sus raíces y vínculos latinoamericanos para convertirse en “norteamericanos”. Desconocía que no obstante depender mucho de su poderoso vecino en su economía, su moneda, sus circuitos de producción y comercio, sus corrientes de inmigración y turismo, su potencia mediática, México tiene raíces mucho más profundas de identidad. Octavio Paz lo decía expresivamente cuando destacaba que la Virgen de Guadalupe se había mostrado mucho más “antiimperialista” que los encendidos discursos patrióticos de los dirigentes políticos del país durante décadas. Se refería obviamente a la cultura, costumbres y religiosidad de los mexicanos. Pues el mismo Huntington años después habla de “invasión” para referirse a los “hispanos” en Estados Unidos. Considera que el “credo americano” es necesariamente anglo-protestante y que, para compartirlo, para no ser incompatible a la identidad estadounidense, habría que desarraigar de los hispanos su apego a la lengua española, a las costumbres tradicionales de sus países de origen y , sobre todo, a su tradición católica. Tendrían que asimilarse a lo “anglo-protestante”, ¡incluso también toda la Iglesia católica de Estados Unidos, nacionalizada y protestantizada!

Esto es exactamente lo contrario de la figura del “poliedro”, que ama proponer el papa Francisco, para referirse a la unidad en la diversidad de sus partes. Y esto vale sea para la Iglesia católica en sus diversas formas de inculturación en el continente, así como para la solidaridad entre sus naciones.

El camino trazado y andado

Estos 25 años que nos separan de la Asamblea del Sínodo de los Obispos para América han ido verificando la intuición profética de San Juan Pablo II y dándole cuerpo, poco a poco, en la vida de las Iglesias del continente.

Fueron muy numerosas las periódicas reuniones del Consejo post-sinodal del Secretariado del Sínodo, en las que Prelados norteamericanos y latinoamericanos fueron asimilando las riquezas de aquella Asamblea y de la Exhortación apostólica post-sinodal “Ecclesia in America”, proponiéndolas a todas las Iglesias e intercambiando las experiencias que iban aflorando y madurando.  La Santa Sede quiso inmediatamente poner todos esos intercambios y experiencias en el corazón de Nuestra Señora de Guadalupe, estableciendo su festividad litúrgica, como Madre y evangelizadora de América, para todo el continente.

Quizás una de las primeras repercusiones en la vida de las Iglesias fue el cambio en el itinerario de los COMLA (Congresos Misioneros Latinoamericanos) para ser en adelante COMLA-CAM (Congresos Misioneros Americanos. No en vano, la asamblea sinodal y la “Ecclesia in America” estuvieron iluminadas y guiadas por la convocatoria a una “nueva evangelización”.  En marzo de 1983, San Juan Pablo II lanzaba, desde Port-au-Prince, en Haití, con ocasión de una Asamblea General del Consejo Episcopal Latinoamericano, la convocatoria a una “nueva evangelización”, “nueva en su ardor, en sus métodos, en sus expresiones”. Esta invitación urgida se dilató pronto hacia todas las Iglesias presentes en sociedades de larga tradición cristiana, requeridas de una revitalización de la fe y la misión. Las Iglesias locales de todo el continente americano se sintieron especialmente interpeladas por esa convocatoria. Había que afrontar, por una parte, un intenso proceso de secularización y descristianización que avanzaba por toda la red urbana del continente, y muy especialmente en los ambientes universitarios, políticos, empresariales, alimentada por la cultura global relativista, hedonista, utilitaria, propagada por grandes poderes mediáticos. Por otra parte, no sólo se daba en América Latina una migración religiosa de millones de bautizados en la Iglesia católica hacia otras comunidades cristianas - también hacia sectas y formas de exoterismo espiritualista -, sino que esta tendencia continuaba a manifestarse con fuerza entre los “hispanos” en Estados Unidos. En un reciente “Pew Research Center Report” se destaca que sólo el 55% de los “latinos” en Estados Unidos se consideran católicos, un 12% menos que en el 2.010, mientras que los hispanos evangélicos crecen entre tales años del 12 al 16%, mientras que los hispanos sin afiliación religiosa también crecen del 10 al 18%. Éste es un tremendo llamado de alerta para la Iglesia en Estados Unidos, y también para los líderes “hispanos”.

Fue también muy significativa que, a partir del año 1999, se cambiara el nombre de los ya numerosos “Encuentros interamericanos de Obispos” que habían sido realizados por el de “Encuentros de la Iglesia en América”, dando prosecución, cada dos años, a una variedad de intercambios de preocupaciones y experiencias pastorales entre los dirigentes de las Conferencia episcopales de Estados Unidos y del Canadá junto con los Prelados latinoamericanos que componían la delegación del CELAM. La misma Exhortación “Ecclesia in America” había contenido referencias positivas y alentadoras a aquellas reuniones interamericanas de Obispos.

En los años sucesivos a la asamblea del Sínodo de Obispos para América y de la exhortación “Ecclesia in America” se pudo apreciar un fuerte incremento de sacerdotes latinoamericanos en misión en Estados Unidos y Canadá. Actualmente hay más de 500 sacerdotes mexicanos prestando servicios en Estados Unidos y más de 300 colombianos (por citar sólo aquéllos de los países de mayores envíos). Además, México ha enviado casi 2.000 seminaristas a Estados Unidos para prepararse a prestar sus servicios en este país y Colombia unos mil. Cierto es que ello ha traído consigo la necesidad de que las Conferencias Episcopales sigan conjuntamente con mucho cuidado el proceso de selección, formación y apoyo, sea de estos seminaristas como de estos sacerdotes.

La viva conciencia de la importancia de la “Ecclesia in America” está manifestada también por las numerosas citas de este documento pontificio en el documento final del documento de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Aparecida, en el que se expresa explícitamente el aliento del Episcopado latinoamericano para “que continúe el fortalecimiento de vínculos” para su relación con “los Episcopados de Estados Unidos y Canadá a la luz de la Exhortación apostólica Ecclesia in America (…)” (n. 544). No faltó la presencia de delegados del episcopado norteamericano en ese gran evento eclesial. Pero hay una continuidad entre la “Ecclesia in America” y el documento de Aparecida que es aún mucho más significativa. El tema escogido por el Santo Padre para esa Exhortación apostólica post-sinodal – “El encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad en América” – estuvo retomado, de hecho, en los contenidos de Aparecida. El entonces cardenal Jorge Mario Bergoglio – quien fue el presidente del Comité de redacción del documento de Aparecida – destacó después de realizada la conferencia que el encuentro con Jesucristo podía considerarse como el eje transversal de lectura de todo el documento, desde donde se desplegaban sus orientaciones sobre la comunión y la solidaridad en América Latina. Además, la “misión continental” propuesta y lanzada desde Aparecida retomaba la convocatoria a una “nueva evangelización”, e incluso por ser llamada “continental” la proyectaba a toda América.

Dos sucesivos eventos organizados por la Comisión Pontificia para América Latina dieron mayor realce, continuidad y proyección en ese camino: fueron el Congreso “Ecclesia in America”, realizado en el Vaticano en diciembre de 2012 y la “Peregrinación y Encuentro” en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, en México, en noviembre de 2013, ambos con fuerte participación continental. Más reciente y significativo fue la Celebración continental del Jubileo de la Misericordia, organizado conjuntamente por la CAL y el CELAM, a finales de agosto del año 2016.

A todo ello cabría agregar las reuniones e iniciativas bilaterales de Obispos mexicanos y estadounidenses, que comienzan a sucederse con frecuencia.  Muy importante, en dichas relaciones, es la Carta Pastoral conjunta de los episcopados mexicano y estadounidense, publicada en 2003 bajo el título: “Strangers no longer: Together on the Journey of Hope”. Muy recientemente se ha dado un nuevo encuentro entre Obispos de Estados Unidos y de México, cuyas jurisdicciones están en la extensa frontera que separa ambos países, afrontando en su declaración final todos los temas candentes que se viven y se sufren en la actualidad. Ciertamente estos Obispos tuvieron muy presente las imágenes del Santo Padre Francisco cuando celebraba la Santa Misa en Ciudad Júarez, a un paso del muro divisorio, acompañada por la oración de la comunidad católica estadounidense al otro lado de la frontera.  

Quizás uno de los límites del camino andado es que las relaciones eclesiales interamericanas se han dado sobre todo a través de encuentros episcopales. Han faltado mayores encuentros e intercambios entre los fieles laicos que viven su fe en los ámbitos universitarios, intelectuales, políticos, mediáticos. Éstos son ámbitos de la convivencia social y de la construcción de las naciones más afectadas por flujos secularizantes.  Es en ellos  que  los fieles laicos tienen que jugar un papel mucho más protagónico, coherente con su fe, como discípulos-testigos-misioneros, inspirados por la doctrina social de la Iglesia inculturada y aplicada en formas creativas para prestar servicio a sus pueblos, y especialmente a los pobres, abriendo caminos al Evangelio en esos ámbitos decisivos en la vida de las naciones.

No obstante todo el camino andado, importa mucho que se busquen aún todas las posibilidades para hacer efectiva la “Ecclesia in America”: vínculos de amistad entre los Pastores, encuentros, intercambios y programas comunes entre los Episcopados, convergencia en la “misión continental”, pronunciamientos y acciones comunes ante graves cuestiones inter-americanas (derechos humanos y libertad religiosa, vida y familia, ecología natural y humana, migraciones, tráficos de seres humanos, armas y drogas, ecumenismo y sectas, cuidado e inclusión de los sectores más marginados y vulnerables, entre otros), colaboraciones inter-diocesanas e inter-parroquiales, intercambios entre universidades católicas y en el seno de movimientos eclesiales, peregrinaciones al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe…

Es fundamental actualmente que estas relaciones de comunión de las Iglesias de todo el continente americano se desarrollen y orienten a la luz de su comunión afectiva y efectiva con el pontificado del papa Francisco. La Exhortación apostólica “Evangelii Gaudium” recoge muchos aportes de la “Ecclesia in America” y de Aparecida, y marca el camino a seguir por todo el santo pueblo fiel de Dios en esta fase histórica, continental y mundial. La conversión personal por renovado encuentro con Cristo, el examen de conciencia y de vida de toda comunidad cristiana para una conversión pastoral, el ímpetu de una conversión misionera de una “Iglesia en salida” al encuentro de todos, sin exclusiones, desde una compañía misericordiosa, la solidaridad ante los sufrimientos y esperanzas de los pueblos y el amor preferencial a los pobres, que son “segunda eucaristía” del Señor…todo eso que testimonia y enseña el papa Francisco ha de ser experiencia viva en el encuentro y la colaboración, la comunión y solidaridad en la “Ecclesia in America”.  

Dr. Guzmán Miguel CARRIQUIRY LECOUR
Secretario encargado de la Vice-Presidencia
Comisión Pontificia para América Latina

San Salvador, 10.V.2017