Los laicos, mensajeros del Evangelio

Intervención del prof. Carriquiry Lecour en la presentación del libro “Les laics messagers de l’Évangile”, en la sede del Instituto Católico de París

Guzmán Carriquiry Lecour
19/12/2016
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Bajo el título “Les laics messagers de l’Évangile”, las ediciones “Salvator” han publicado en Francia un pequeño libro en el que transcriben la Carta que el Santo Padre Francisco envió al Cardenal Marc Ouellet, Presidente de la Comisión Pontificia para América Latina, con fecha del 19 de marzo de 2016, con una introducción y un extensa presentación y comentario del Prof. Guzmán Carriquiry Lecour. Más de 5.000 ejemplares han sido ya vendidos de esta publicación. Dada su vasta repercusión, el Institut Catholique de París y las ediciones “Salvator” invitaron al Dr. Carriquiry – Secretario encargado de la VicePresidencia de la CAL – a presentar dicha Carta pontificia en la sede dee mismo Instituto, el 30 de noviembre pasado. A continuación se transcribe la intervención del Dr. Carriquiry en ese acto.

Agradezco a los amigos de las ediciones “Salvator” por la estimulante invitación que me han hecho para compartir con Ustedes algunas reflexiones del actual pontificado consignadas en la Carta apostólica que el Papa Francisco dirigió al Cardenal Marc Ouellet, con fecha del 19 de marzo pasado. Se trata de un texto muy querido y trabajado personalmente por el Santo Padre, de vastas repercusiones, en el que emergen algunas cuestiones cruciales de su testimonio, ministerio y magisterio. Expreso también mi gratitud al Rector de esta prestigiosa casa de estudios, que es el Instituto Católico, y a la Profesora Clémence Rouvier, directora del “Théologicum”, que han tenido a bien acoger nuestro encuentro.

Mis más cordiales saludos a todos los presentes.

El título que me han asignado para esta breve conferencia es: “Los laicos, mensajeros del Evangelio”. Y este título nos reenvía a una de las paradojas y sorpresas que nos depara la Carta apostólica del Papa. Porque si hemos seguido con atención estos apasionantes tres años de pontificado, habremos advertido que el papa Francisco rara vez hace referencia explícita a los laicos. ¿Cómo puede ser eso en estos tiempos post-conciliares en los que asistimos a una corriente histórica llamada de “promoción de los laicos” que es hecho mayor del siglo XX eclesial,  en que se reclama el protagonismo de los laicos más allá de una Iglesia clerical, en los que se proclama que es “la hora de los laicos” y en la que los laicos están presentes por doquier, como corresponsables, en la edificación de las comunidades cristianas, en asociaciones y movimientos, en una multitud de servicios? Pues bien, en esta Carta apostólica, el papa Francisco ofrece por primera vez apuntes más desarrollados y muy agudos sobre los laicos.

Otra sorpresa de la Carta apostólica es el vigoroso desarrollo crítico que ella expresa sobre el clericalismo. Del clericalismo ya había alertado en su discurso al CELAM en Río de Janeiro. Pero no trata sólo de los residuos de aquel clericalismo del tardo-tridentino, en el que la Iglesia católica resistía y reaccionaba, acorazada en su estructura compacta y verticalista, de frente a las dos instancias críticas de la modernidad que ponían en cuestión a la tradición católica – la Reforma protestante y la Ilustración -, ambas protagonizadas por movimientos laicales, los primeros contraponiendo sacerdocio común al sacerdocio ministerial y los segundos, los derechos del hombre a los derechos de Dios, la razón a la fe. Lo sorprendente es el que el Papa se refiere al actual clericalismo, bien presente y vigente, no obstante décadas de renovación conciliar y de protagonismo. En su vigor crítico me trae a la memoria a un “grande” pensador francés, Charles Péguy, que ciertamente el Papa Francisco conoce y aprecia mucho.

Vayamos por partes...

Es notorio que el Papa emplea con gran circunspección, y sólo cuando es estrictamente necesario, el término “laicos”. Él habla, en general, a los cristianos, a todos los cristianos, prefiriendo esta denominación, título de dignidad y responsabilidad, de juicio y de gloria, que nos llega desde la Iglesia de Antioquía en tiempos apostólicos. Hablar de “laicos” es, ante todo, hablar de bautizados y del “santo pueblo de Dios”. Ya la Exhortación apostólica post-sinodal Christifideles laici de San Juan Pablo II había operado un saludable recentramiento. Ante todo, se destaca el sustantivo “Christifideles”, o sea el estar configurados en Cristo por el bautismo, mientras que lo de laicos aparece como adjetivo, es decir, como modalidad de vivir la común vocación cristiana. Este sustantivo “christifideles” expresa la sello esencial del bautizado, del cristiano de todos los cristianos, fundamento anterior, más radical y decisivo que cualquier ulterior distinción entre estados de vida y ministerios. “Es la inserción en Cristo por medio de la fe y de los sacramentos de la iniciación cristiana, la raíz primera que origina la nueva condición del cristiano en el misterio de la Iglesia, la que constituye su más profunda «fisonomía», la que está en la base de todas las vocaciones y del dinamismo de la vida cristiana de los fieles laicos”, escribía San Juan Pablo II en dicha Exhortación apostólica (n. 9). Por lo que “no es exagerado decir que toda la existencia del fiel laico tiene como objetivo el llevarlo a conocer la radical novedad cristiana que deriva del Bautismo, sacramento de la fe, con el fin de que pueda vivir sus compromisos bautismales según la vocación que ha recibido de Dios”. De tal modo concluía afirmando que “para describir la «figura» del fiel laico consideraremos ahora de modo directo y explícito —entre otros— estos tres aspectos fundamentales: el Bautismo nos regenera a la vida de los hijos de Dios; nos une a Jesucristo y a su Cuerpo que es la Iglesia; nos unge en el Espíritu Santo constituyéndonos en templos espirituales” (n. 10).

¿No expresaba esto San Agustín cuando decía en sus Sermones: “Para vosotros, soy Obispo; con vosotros soy cristiano”? Es por eso que el papa Francisco escribe en su carta al Cardenal Ouellet: “Nuestra primera y fundamental consagración hunde sus raíces en nuestro bautismo. A nadie han bautizado cura, ni obispo. Nos han bautizados laicos y es el signo indeleble que nunca nadie podrá eliminar. Nos hace bien recordar que la Iglesia no es una elite de los sacerdotes, de los consagrados, de los obispos, sino que todos formamos el Santo Pueblo fiel de Dios. Nadie ha sido bautizado sacerdote u Obispo”. “Laici, cioè, cristiano”, afirmaba años antes, con el mismo sentido, don Luigi Giussani.

De este modo quedaba superada una acentuación distintiva tan fuerte sobre la especificidad de los laicos, la vocación de los laicos, la formación de los laicos, la espiritualidad de los laicos, el compromiso laical, la exaltación de la laicidad, etc., que durante la primera fase del post-concilio fue expresión de identidad de minorías laicales que irrumpían en una Iglesia clerical. No obstante su positividad, esta afirmación fuerte de especificidad traía consigo el riesgo de concebir la Iglesia como un conjunto de corporaciones compartimentalizadas, definidas por oposición y competición – la sacerdotal, la religiosa y la laical –, en pugna por la distribución de derechos, poderes y tareas. Abundaron  entonces  las contraposiciones esquemáticas entre la “Iglesia institución” y la “Iglesia comunidad”, entre “Iglesia jerárquica” e “Iglesia pueblo”. Todavía hoy queda residualmente el esquema de la promoción de los laicos como conquista de mayores poderes y espacios en la vida eclesial. Incluso entre los anglosajones mucho se escribe sobre “empowerment” de los laicos, en los que el poder a que se hace referencia no es con frecuencia el del Espíritu Santo en la comunión eclesial sino aquél reducido a una lógica mundana.

La referencia a los “christifideles”, a la común vocación cristiana, reenvía, por otra parte, a la cuestión crucial de la naturaleza y el significado del acontecimiento cristiano en la persona. El papa Francisco no deja de destacar, una y otra vez, que el cristianismo no es, ante todo (y subrayo, ante todo), un conjunto de doctrinas, de ritos, de normas morales y procedimientos pastorales, sino un encuentro con Jesucristo, el Verbo hecho carne, que irrumpe en la historia humana revelando el amor misericordioso de Dios y, a la vez, la vocación, dignidad y destino de toda persona y de la creación entera, salvadas de la caducidad por su victoria pascual. Un renovado encuentro con Cristo, sin dar nada por presupuesto y por descontado en estos tiempos de inaudita descristianización: ésta es la invitación prioritaria y central de su pontificado, que deja estampada en la Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, en la que afirma también que no se cansará de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que van al corazón del Evangelio: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o por una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, su orientación decisiva” (cfr. Evangelii Gaudium, 3; Deus Caritas Est, 1). Estamos todos invitados, pues, a renovar ese encuentro, con la misma realidad, con la misma actualidad, con la misma novedad, con el mismo poder de afecto y persuasión que tuvo ese encuentro con los primeros discípulos junto al lago (“vengan y síganme”), con la samaritana sedienta de agua viva, con la Magdalena perdonada porque mucho amó, con Zaqueo visitado en su casa, con los abatidos discípulos de Emaús que lo reconocen al partir el pan y se convierten en testigos de su resurrección. Sólo en el estupor de ese encuentro, superior a todas nuestras expectativas pero percibido y experimentado como respuesta plena a los anhelos de amor y verdad, justicia y felicidad, constitutivos del corazón humano, el cristianismo no se reduce a ideología u obsequio formal, sino que se convierte, gracias a la sacramentalidad de la Iglesia, en carne de nuestra carne.

Si es verdadero encuentro nos va cambiando la vida, no obstante nuestras distracciones, resistencias y miserias. Nos va cambiando la relación con esposa e hijos, con afectos y amistades, con el trabajo, con el uso del tiempo libre y del dinero, con el modo de cómo nos levantamos cada día y miramos nuestra propia vida, con la inteligencia de toda la realidad. Tal es la gracia que todo lo hace más humano, más feliz, más lleno de esperanza. Si no se verifica la fe en la vida, entonces el bautismo de tantos va quedando enterrado en el olvido y la indiferencia, la confesión cristiana queda asimilada por la lógica mundana y la participación episódica en actos de cultos no hace más que seguir expresando el tradicional clericalismo de los laicos y sobre los laicos, meros destinatarios ocasionales de servicios eclesiásticos, un cristianismo desconectado de afectos e intereses de la persona y, por eso, cada vez más superfluo. Los laicos son, por lo general, al decir del Papa, más clericales que los clérigos.

Si no se tiene en cuenta que todas las palabras y gestos del papa Francisco que, por gracia del Espíritu Santo, por experiencia pastoral y por temperamento, quiere llegar al corazón de todos y proponerles ese encuentro con Cristo, el acercamiento e incluso la empatía hacia su pontificado corre el riesgo de quedar a la superficie, deslumbrados por los fuegos artificiales. Él busca como desestabilizarnos de nuestros acomodamientos mundanos, aburguesados, para dar nueva vida a corazones anestesiados y conducirlos a una conversión, que no es otra cosa que reconocer nuestros límites y miserias y suplicar mendicantes la gracia para poder llegar a “sentir como Cristo, vivir como Cristo, pensar como Cristo”. No en vano estamos en este gran tiempo de la misericordia, apenas concluido un año jubilar que ha sido inspiración del Espíritu Santo y de gracias abundantes. El papa Francisco nos introduce de una manera sorprendente, muy profunda, en el misterio inaudito de la Misericordia, que es el ser mismo de Dios, de su designio de redención, contenido esencial del Evangelio y síntesis de la fe de la Iglesia, que tiene que ser paradigma de la actitud y comportamiento cristianos, de toda obra pastoral de sus comunidades.

Hablar de laicos es referirse a quienes pertenecen al santo pueblo de Dios. Y éste es como el segundo tema de importancia de la carta del Papa.  “Los laicos son parte del Santo Pueblo de Dios y, por lo tanto, los protagonistas de la Iglesia y del mundo”, concluye la carta del Santo Padre al Cardenal Ouellet. Hablar de laicos evoca inmediatamente ese “horizonte al que estamos invitados a mirar y desde donde reflexionar”. Impresiona la cantidad de veces que el Papa hace alusión explícita, como con reverencia, estima y ternura, al “Santo Pueblo de Dios”, destacando su grandeza y belleza. Cuando “desarraigamos (a los laicos) del Santo Pueblo de Dios, lo desarraigamos de su identidad bautismal y así lo privamos de la gracia del Espíritu Santo”.

Sin duda, el papa Francisco retoma, rescata y repropone la imagen de la Iglesia como “pueblo de Dios” según las enseñanzas del Concilio Ecuménico Vaticano II. Digo rescata, no porque fuera negada, sino porque en el curso de los tiempos post-conciliares cayó en cierto desuso para prevenir y evitar meras lecturas sociológicas de su realidad. Hubo también quienes, en forma equivocada, le encontraban sólo reminiscencias vetero-testamentarias. Incluso en América Latina se prefirió en muchas partes hablar más de “comunidades” que de “pueblo”. Y, sin embargo, “todo lo que dice el capítulo primero de la constitución (Lumen Gentium), sobre la iglesia como sacramento, o como misterio, o como cuerpo de Cristo o como Ecclesia de Trinitate, recuperando la dimensión teológica de la Iglesia (…) – escribió el profesor en eclesiología de la Gregoriana, don Darío Vitali (Vatican Insider, 29.4.16) - tiene como sujeto histórico el pueblo de Dios. O sea, el pueblo de la alianza, pueblo peregrino, con fuerte connotación escatológica, pueblo históricamente situado, pueblo en camino hacia el Reino de Dios”.

Sabe el papa Francisco, como sus predecesores en la sede de Pedro, sobre la profunda erosión sufrida por el Santo Pueblo de Dios en tiempos de secularización y descristianización, bajo los influjos capilares de la mundanidad de una cultura dominante cada más alejada e incluso hostil a la tradición cristiana. Hay que saber, pues, andar “contra corriente”, dice con frecuencia el Papa a los jóvenes. La Iglesia es signo de contradicción ante la banalidad de la sociedad del consumo y del espectáculo, pero, a la vez, de inaudita novedad y alegre esperanza. El papa Benedicto prefería imaginar el futuro del presente eclesial como el de “minorías creativas” en un mundo cada vez confuso y violento, en medio del océano de la secularización. El papa Francisco prefiere, en vez, la imagen del Pueblo entre los pueblos, el Santo Pueblo de Dios en toda su consistencia teologal pero también histórica, por la lógica de la encarnación e inculturación (más allá de toda referencia a mayorías o minorías).

La carta del Santo Padre trae de tal modo a colación aquellas enseñanzas fundamentales de la Lumen Gentium: “No hay, pues, que un pueblo de Dios escogido por Él: un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo (Ef. 4, 5); común es la dignidad de los miembros por su regeneración en Cristo, común la gracia de adopción filial, común la vocación a la perfección: no hay más que una salvación, una sola esperanza y una caridad sin divisiones” (n. 32).  ¡La común e igual dignidad y corresponsabilidad de todos los bautizados en el Santo Pueblo de Dios, “ungido con la gracia del Espíritu Santo”! 

Resulta evidente al respecto que al papa Francisco no le gusta en absoluto que la referencia a los laicos tenga que ser acompañada por un calificativo autocomplaciente, propio de minorías iluminadas, como cuando se habla de “laicos comprometidos”, “laicos militantes”, “laicos de edad adulta”...¿Cómo calificar a su abuela Rosa, de la que hace frecuente referencias en su memoria, como aquel eslabón fundamental a través del cual la tradición católica se fue haciendo carne en su vida? No hay que perder la memoria agradecida de la “fe sencilla” que sigue siendo testimoniada en familia, en la comunidad parroquial, en las escuelas, en los santuarios y en muchas otras instancias sociales, que “fue llegando a nuestra vida y haciéndose carne”. No se refiere el papa Francisco a una “pequeña grey” de los “pocos y buenos”, de los “puros y duros”, de los “coherentes”, “comprometidos” y “militantes” – a menudo en deriva neo-farisaica -, sino a un pueblo de elegidos y llamados, convocados y congregados por Dios, configurado por pobres pecadores convertidos por gracia del Espíritu Santo en miembros vivos del Cuerpo de Cristo. Y como todo pueblo, vasto e multiforme, con una composición de personas que viven los más diversos grados de pertenencia y adhesión, de participación y corresponsabilidad, todas llamadas a crecer en lo que hace a su vida y misión como discípulos y testigos del Señor.

Fue frecuente en la primera fase del post-concilio que, por efectos de la reducción elitista de quienes considerados de “fe adulta” así como por la contraposición entre “fe” y “religión”, las grandes mayorías del Santo Pueblo de Dios quedaran en la penumbra y sus modos tradicionales y muy arraigados de participación y religiosidad católicas incluso despreciados, como residuos de una cristiandad en descomposición. El verdadero laico aparecía sólo en quien acumulaba presencias, funciones y activismos en estructuras eclesiásticas, en movimientos apostólicos o en militancias públicas, mientras muchísimas y muy variadas realidades vivas de fe y caridad en la ordinaria vida cotidiana y en las formas arraigadas de religiosidad popular no eran casi consideradas.

Una reacción contra tales vivencias y ópticas reductivas se expresaba elocuentemente en los títulos de dos artículos de la revista “Communio”, precisamente en su edición en lengua francesa (n. IV, 2, marzo-abril 1979), que decían así: “La eminente dignidad de los pobres bautizados” y “La muerte del laicado y el renacimiento del pueblo de Dios”. Ese mismo giro teologal y pastoral se apreció cuando el Beato Pablo VI revalorizó la “piedad popular” en la extraordinaria Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, en 1975, en la que una dinámica de discernimiento y de recentramiento abría de hecho una segunda fase del post-concilio. No es la primera vez que el papa Francisco cita, admirado, la Evangelii Nuntiandi, ni que recuerde el capítulo sobre la “religiosidad popular” como lo que más aprecia en el documento conclusivo de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Aparecida (mayo de 2007).

Para el papa Francisco, siguiendo esas huellas, se trata de “la fe del pueblo”, la modalidad de inculturación de la tradición católica en la historia y en la vida de los pueblos, especialmente de los pobres y sencillos. Se manifiesta en sus expresiones religiosas pero también, con toda la carga de inevitable ambigüedad, en las más variadas dimensiones de su vida, “soberana respecto de la influencia del clericalismo”. “El Papa Pablo VI usa una expresión que considero clave – concluye el Santo Padre Francisco en su carta al Cardenal Ouellet -, la fe de nuestro pueblo, sus orientaciones, búsquedas, deseos, anhelos, cuando se logran escuchar y orientar nos terminan manifestando una genuina presencia del Espíritu”. Por eso, exhorta a que “confiemos en nuestro Pueblo, en su memoria y en su ‘olfato’, confiemos que el Espíritu Santo actúa en ellos y con ellos, y que este Espíritu no es “propiedad” de la jerarquía eclesial” ni de minorías de “elegidos e iluminados”. Toda expresión de clericalismo “tiene una tendencia a disminuir y desvalorizar – escribe Francisco – la gracia bautismal que el Espíritu Santo puso en el corazón de nuestra gente”.

Si osáramos una analogía muy gruesa podríamos afirmar que esa confianza en el Santo Pueblo de Dios se refleja también en los pueblos seculares como sujetos y protagonistas de su propia vida y destino, no exentos por cierto de las mociones del Espíritu de Dios, más que en las minorías oligárquicas, tecnocráticas o ideológicas que los desprecian y a lo más los consideran como masas de maniobras o clientelas electorales.

El tercer y último horizonte que quiero destacar de la Carta apostólica del Papa al Cardenal Ouellet es el que se refiere a los Pastores en el Pueblo de Dios, escogidos y enviados “para servir y no para mandar”. Cuando el Papa habla a menudo de “conversión pastoral” – concepto que viene de Aparecida – apunta ciertamente a una revisión de los programas y obras de la Iglesia, para que no se fosilicen por inercia. Y es buena cosa. Si la evangelización procede por atracción, atracción de una belleza que es irradiación de la verdad en la vida – la belleza de los santos y los mártires -, es cosa buena que toda comunidad cristiana realice un profundo examen de conciencia sobre cuán transparente e irradiante sea en ella el misterio de Dios, la presencia de Cristo, el milagro de su unidad, el testimonio de la santidad, su amor preferencial por los pobres y los que sufren, más allá de la opacidad del pecado. Pero es inevitable no pensar que “conversión pastoral” no aluda también a la conversión de los Pastores, o sea de los Obispos y de sus colaboradores en el ministerio ordenado. Si se asiste hoy día a una reforma notable en el ejercicio del ministerio pontificio, ¿cómo no pensar que los Obispos quedan también ellos llamados a una profunda revisión de su propio testimonio y ministerio? Reforma “in capitis” es reforma del papado y reforma del episcopado. El papa Francisco se ha expresado en forma más que elocuente e ilustrativo sobre esta conversión pastoral en sus discursos a los representantes pontificios y a algunos episcopados, como al episcopado italiano, mexicano, estadounidense, a los nuevos Obispos, etc. Agreguemos también las tres hermosísimas conferencias en el Jubileo de los sacerdotes. Pero casi no habría necesidad de tantas palabras, sino ver al Papa y seguirlo (que no es lo mismo que copiarlo).

Sería demasiado fácil responder a esta exigencia de “conversión pastoral” afirmando que lo que dice el Papa y de lo que da el ejemplo ha sido siempre hecho del mismo modo. En ese caso, el hecho de haber consagrado varios párrafos de la exhortación apostólica Evangelii Gaudium  a las “tentaciones de los agentes pastorales” no tendría sentido. Incluso hay pastores que se quejan de las palabras fuertes del Papa. En realidad, no se puede continuar actuando como si el Espíritu Santo no estuviera suscitando nada de sorprendente e interpelante en la vida actual de la Iglesia. Hay siempre un “más” y un “mejor” a los que estamos todos siempre llamados.

El clericalismo se infiltra allí donde los pastores se contentan de hacer siempre lo mismo de los mismo, cuando no viven suficientemente esa “proximidad” misericordiosa, solidaria y misionera en medio de la propia gente que les ha sido confiada, tal como el papa Francisco lo está pidiendo insistentemente con sus palabras y mostrando con sus actos. El clericalismo se manifiesta cuando no viven el gozo espiritual de estar en medio de su pueblo, cuando no conocen a fondo la experiencia concreta de vida de los que le han sido confiados ni se sienten personalmente implicados e interpelados, cuando falta esa compenetración afectiva llena de ternura y compasión por los suyos, cuando el tribunal de los juicios morales prevalece sobre el abrazo del amor misericordioso. Hay también clericalismos que se expresan en actitudes pastorales de rigidez, reactivas contra muchas desviaciones y excesos que abundaron sobre todo en una primera fase del post-concilio, hoy sobre todo residuales – desviaciones que confundieron “apertura a la modernidad” con subalternidad a sus vigencias ideológicas dominantes -; son actitudes de rigidez que han quedado como sedimentadas en la mentalidad de algunos pastores.

El santo Pueblo de Dios repite el Papa en su carta “es lo que los Pastores estamos continuamente invitados a mirar, a proteger, a acompañar, a sostener y a servir. El Pastor es pastor de un pueblo y al pueblo se lo puede servir sólo desde adentro (...)” Sentirse compenetrado con el propio pueblo “posiciona” en la vida y en el ministerio, salva de las abstracciones, de las puras especulaciones teóricas, de los interminables planes pastorales, de todo ensimismamiento eclesiástico. E incluso más, “cuando como pastores nos alejamos de nuestro pueblo – escribe el papa Francisco – nos perdemos”. O sea, perderse en cerrazones y refugios clericales lejanos de nuestra gente, en distancia aséptica que no abraza a todos con ese amor misericordioso que evita discriminaciones preventivas, precondiciones morales y exclusiones, sin tocar la carne de los pobres y las heridas de tantos que sufren en el cuerpo y en el alma. El Santo Padre Francisco no censa de señalarnos que el sentido de la acogida, el arduo trabajo del discernimiento, la proximidad perseverante en el acompañamiento son modalidades por las que el cristianismo se pone en relación con los hombres y mujeres de nuestro tiempo, tan a menudo alejados de la Iglesia. Acoger, acompañar, discernir, integrar son verbos muy frecuentes en su magisterio, tan propios de una actitud de misericordia.

Esta conversión pastoral es muy necesaria para que la reforma “in capite e in membris”, la revolución evangélica que el Papa Francisco ha emprendido bajo moción del Espíritu Santo, se difunda en todo el cuerpo eclesial, de modo que la empatía que está suscitando por doquier no se dirija sólo a su persona sino que implique un acercamiento a la fe y a la Iglesia. No es cosa para nada buena que muchos digan: ¡“el Papa sí y la Iglesia no!”

Conversión pastoral es también conversión misionera. Si el Papa urge por una conversión misionera, por una “Iglesia en salida” hacia todas las periferias sociales y existenciales, lo contrario es la autorreferencialidad eclesiástica, la autosuficiencia soberbia, el refugio autocomplacido y algo farisaico, donde se incuba el clericalismo. ¡Salir al encuentro de los otros! Con la certeza, experimentada en la propia vida, que el Evangelio corresponde al ser del hombre y conviene al bien del hombre, y que el Espíritu de Dios nos precede en el corazón de todos los hombres y en la cultura de las naciones. Hay que salir de los recintos eclesiásticos. No hay quedarse esperando que la gente vaya a los templos, cuando la proporción entre la oveja perdida y las 99 en el recinto se ha invertido en sus proporciones. ¡Centrados en Cristo y en la comunión de su Cuerpo, en la vida de su Pueblo, y descentrados hacia todos los ambientes y situaciones humanas! No es la misión una actividad eclesiástica entre otras, sino un comunicar persona a persona, experiencia a experiencia, por un desborde de gratitud y alegría, el don del encuentro con Cristo, que ha llenado nuestra vida de gusto, de felicidad y esperanza. Compartir ese don y la experiencia consecuente, en el respeto de la libertad de todos, es por amor a la vida y destino de nuestros prójimos y lejanos. El clericalismo se anida en una Iglesia concentrada en su autopreservación, en el tram-tram de sus estructuras y procedimientos pastorales, cuando no se advierte la vivencia dramática y la pasión urgida por responder con el Evangelio a los sufrimientos y esperanzas del propio pueblo, de la propia grey.

El correlativo a cierta tendencia clerical de los Pastores es lo que el Papa llama “tendencia a la funcionarización de los laicos”, a modo de “mandaderos”. Y esto se da hasta el punto que algunos laicos comienzan a considerar más importante para su vida cristiana, para su participación en la misión de la Iglesia, el hecho de tener o no derecho al voto consultativo o deliberativo en tal o cual organismo eclesiástico, o de poder ejercitar una función pastoral, o de poder estar más o menos cerca del altar y disputar al sacerdote algunas de sus funciones, que todo lo que los implica cotidianamente en su relación matrimonial y vida familiar, en el mundo del trabajo, en una ciudadanía activa, responsable y solidaria. Por eso, los sacerdotes terminan por considerar a los laicos más como simples colaboradores parroquiales y pastorales, en tiempos de escasez de ministros ordenados, que como cristianos que tienen necesidad de ser educados, valorizados, sostenidos y alentados en su presencia “secular” a la búsqueda de formas de vida y un orden más justo en la sociedad. ¿Acaso no es esto lo que el Concilio Vaticano II llamaba como índole secular, o sea, en cuanto modalidad interpelante y primordial con la que han de vivir su vocación cristiana? Corresponde a los fieles laicos – escribía el Beato Pablo VI en la encíclica Populorum Progressio “siguiendo su propia iniciativa y sin esperar consignas o directivas, penetrar con un espíritu cristiano la mentalidad, las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que viven”.

Obviamente aquí no se trata de despreciar la generosa, necesaria y positiva corresponsabilidad de los laicos en la edificación de las comunidades cristianas, especialmente como catequistas, animadores litúrgicos, asistentes pastorales, responsables de tantos servicios y obras eclesiásticas. Sin embargo, con frecuencia la multiplicación de los laicos en todos estos servicios y la inflación de ministerios deja la imagen de un repliegue eclesiásticos de los laicos, como servidores de los sacerdotes. Y sobre todo esa realidad parece desproporcionada respecto de lo que el papa Benedicto afirmaba en la inauguración de la Conferencia de Aparecida: “la notable ausencia en el ámbito político, comunicativo y universitario de voces e iniciativas católicas de fuerte personalidad y vocación, que sean coherentes con sus convicciones éticas y religiosas”. En efecto, resulta sorprendente, por ejemplo, que en un continente de un 80% de bautizados, donde la tradición católica está bien presente en la historia y cultura de sus pueblos, donde la Iglesia ha jugado un papel importante en los procesos de democratización, que la presencia y contribución de los laicos católicos sea tan poco significativa en la vida pública de los países latinoamericanos de últimas décadas del siglo XX y comienzos del XXI. Los laicos parecen quedar en la sombra, en diáspora anónima, muchas veces asimilados por la lógica mundana, con una confesión cristiana que resulta irrelevante para su acción política, mientras que el espacio público queda sólo ocupado por periódicas declaraciones episcopales. ¿Acaso los Pastores tienen en cuenta los “recursos” humanos y cristianos con que cuentan en los más diferentes ámbitos dela vida pública, para convocarlos, escucharlos, valorizarlos, alentarlos, ayudarlos en el crecimiento de su fe, servirse de ellos (y lo digo servirse en el mejor de los modos, que es el de la misión eclesial)? ¿O muchas veces los ignoran y los dejan abandonados en la diáspora, o toman distancias de ellos para no “comprometerse”, o sólo prefieren dóciles ejecutores de consignas eclesiásticas?¿Les aseguran, como pide el Papa, espacios adecuados de expresión, crecimiento y celebración de la fe que, si no crece como sentido de la propia vida e inteligencia de la realidad, corre el riesgo de quedar al margen de compromisos absorbentes en la vida pública o de ser asimilada y empobrecida por las lógicas mundanas de una sociedad cada vez más descristianizada, confusa y desorientada?

La compañía y sostén comunitarios, pastorales, de los laicos, o sea de los bautizados llamados a vivir su vocación cristiana en los entramados de la vida familiar, laboral y política, es tanto más importante y urgente en cuanto el drama del divorcio entre fe y cultura, así como el conformismo individualista y relativista que se propaga como cultura dominante global, penetran por todos los poros de la existencia. Para peor, la crisis de las ideología y grandes relatos, un sentimiento de inseguridad, miedo y desconcierto que comienza a cundir por doquier, así como el pragmatismo ramplón de una política monopolizada por corporaciones profesionales, reducida a juegos de poder, sin una proyectualidad histórica y una mística apasionada por el bien común de los pueblos, cuando no manchada de corrupción, termina alejando a los ciudadanos, y entre ellos a tantos cristianos, de una ciudadanía activa, responsable y solidaria.

Por todo ello, concluye el Papa, el clericalismo “coarta las distintas iniciativas, esfuerzos y hasta me animo a decir, osadías necesarias para poder llevar la Buena Nueva del Evangelio a todos los ámbitos del quehacer social y especialmente político. El clericalismo lejos de impulsar los distintos aportes, propuestas, poco a poco va apagando el fuego profético que la Iglesia toda está llamada a testimoniar en el corazón de sus pueblos”.

Creo que todo ello es materia más que suficiente para una seria revisión de vida de las diferentes Iglesias locales y comunidades cristianas, a la luz de esa conversión personal, conversión pastoral, conversión misionera y conversión en el amor solidario a los pobres con que el actual pontificado quiere ayudarnos a vivir en modo más radical y transparente el Evangelio de Jesucristo.

Muchas gracias.

Prof. Dr. Guzmán Carriquiry Lecour

Secretario Encargado de la Vice-Presidencia 

Pontificia Comisión para América Latina 

 

París, 30 de noviembre de 2016.